Artículos de investigación

  

Maestras imprescindibles: Aralia López González y Rosario Castellanos

Vital Mentors: Aralia López González and Rosario Castellanos


Resumen

Aralia López González (1944-2018) fue una de las primeras investigadoras dedicadas a estudiar la literatura femenina como un corpus original y relevante para la literatura latinoamericana en su conjunto (1975). A partir de entonces empezó a publicar estudios en torno a la obra de Rosario Castellanos, autora de quien afirmó que era insuficientemente leída, pues nunca se había ponderado su condición de pensadora incómoda. Tomando en cuenta su aseveración, este artículo interpreta algunos ensayos de Castellanos enfocados en la educación escolar y familiar, ámbitos sociales sobre los que la escritora emitió una crítica implacable. A su vez, este análisis recupera los comentarios en los que Aralia López valoró, de manera ejemplar, el pensamiento ético y valiente de la ensayista.

Palabras clave: 

maestras; educación; legado; crítica literaria; pensadora incómoda.

Abstract

Aralia López González (1944-2018) was one of the first scholars to consider women’s literature as an original and relevant corpus in the study of Latin American literature (1975). From the moment that López González embarked on this enterprise, she published papers on Rosario Castellanos’s work that she believed had been inadequately read and critically received; she also raised concerns, yet to be pondered, regarding Castellanos’s status as an unsettling thinker -insofar as she was inquiring and critical. Stemming from this perspective, this article studies and interprets some of Rosario Castellanos’s essays that focus on education both in school and family, social spheres that the author criticized relentlessly. In so doing, it underlines Aralia López’s exemplary understanding of the essayist’s ethical and audacious thinking.

Keywords: 

mentors; education; legacy; literary criticism; unsettling thinker.


“Hay libros, autores a los que uno se ve obligado a regresar siempre, porque su vigencia no decae, porque su lección es siempre oportuna, porque su ejemplo no pierde validez.”

-Rosario Castellanos

Aralia López González fue una escritora, catedrática e investigadora literaria que dejó un legado crítico y cultural en las universidades mexicanas en las que colaboró. A lo largo de su carrera profesional, destacaron sus estudios dedicados a escritoras latinoamericanas-ámbito en el que fue precursora, pues, durante la década de 1970, casi nadie se preocupó por abonar a ese campo del conocimiento1; efectuó estudios relevantes sobre literatura latinoamericana y chicana y, al mismo tiempo, fundó distintos espacios de investigación de relevancia nacional: el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer (PIEM) del Colegio de México, el posgrado en Teoría Literaria de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa y el Taller de Teoría y Crítica Literaria “Diana Morán”. Sirvan estos datos para enfatizar que Aralia López no se limitó a estudiar la literatura en un plano estrictamente crítico, sino que se preocupó por formar academias dedicadas al estudio orgánico de la literatura.

Debido a que sería imposible ahondar en todas las preocupaciones literarias y las aportaciones de la maestra en un solo texto, prefiero dedicar este artículo a una de las escritoras a las que consagró años de estudio: Rosario Castellanos2. El interés de la investigadora en la autora mexicana puede apreciarse en distintas afirmaciones. Primero que nada, la investigadora tuvo la certeza de que ningún escritor había expuesto los problemas de México con la complejidad que los representó la chiapaneca: “En [Balún Canán y Oficio de tinieblas], Castellanos “no fingía la locura” de ignorar la mayor parte de la realidad mexicana ajena a la gran ciudad de México. “No traicionaba la realidad”. Tampoco la inmovilizaba mitificándola, como sí lo hizo Carlos Fuentes en La región más transparente” (López, “Ensayo” 224). Quizá resulte extraño exigir que la ficción no traicione a la realidad; sin embargo, no lo es cuando se concibe a la literatura como un medio para expresar deseos de libertad, justicia y verdad. Sobre todo, si se recuerda que la profesora admiró a las primeras mujeres que-mediante la lengua escrita-se convirtieron en sujetos de la historia:

En esos mismos términos, entendemos que una gran escritora no es un artífice de la palabra sino una gran mujer que escribe. Y esa gran mujer que escribe ha ido haciéndose, formándose, perfeccionándose, dentro y según las condiciones en que le tocó vivir. En un momento dado la mujer inició su despegue y fue tomando, junto con el hombre, su pareja, las riendas de la historia. De meros objetos de la historia que habían sido hasta entonces, pasaron a ser sujetos de la misma. (López, De la intimidad 29)

Aralia López siempre creyó que la presencia de Rosario Castellanos llegó a proponer otro modo de ser humano y libre. Con frecuencia, señaló que, tanto en su obra de ficción como en su producción ensayística, Castellanos manifestó su interés en que mujeres y hombres fueran capaces de conquistar su autonomía a partir de la educación. A propósito de esto, solía recordar la admiración que les causó, a ella y a sus compañeros, el planteamiento que les hizo en una clase en la Facultad de Filosofía y Letras:

[…] tuve el privilegio de ser alumna de Rosario Castellanos a fines de los años sesenta y recuerdo entre otras muchas cosas, cuando preguntó a la clase en qué consistía comportarse como sujeto. Es decir en individuo independiente y responsable capaz de un yo diferenciado del no-yo, individualizado y no confundido dentro de lo informe o masivo de un todo. Hubo un silencio colectivo, incluyéndome. Ante esto, ella contestó que lo que caracterizaba al sujeto, era el acceso a la conciencia de sí y de su autonomía, era el hecho de asumir su capacidad de decisión. (López, “Ensayo” 231)

Las palabras de López González invitan a indagar respecto a los distintos momentos en los que Rosario Castellanos habló de los espacios propicios para fomentar la autonomía personal mediante la educación durante la década de 1960. Vale la pena hacer esta reflexión en torno a un decenio en el que se dio una masacre que sigue sin esclarecerse en cuanto a todos sus artífices y ejecutores, y en un país donde todavía hoy se sigue intentando alcanzar la democracia y la prosperidad sobre la base de una reforma educativa. Mi interpretación irá acompañada de las agudas observaciones de López González, quien manifestó, más que nadie, que en la obra de Rosario Castellanos no se ha interpretado totalmente su visión compleja de México, aun cuando la escritora fue condecorada con importantes reconocimientos literarios:

En efecto, entonces como ahora, “el país cambiaba oro por espejitos”. […]. Evidentemente, la condición de aguafiestas de Castellanos, en un momento de exagerado optimismo sobre el destino de la nación y de la literatura mexicana en general, la hizo una escritora “incómoda”, a veces irritante, por lo mismo insuficientemente leída aunque, paradójicamente, multipremiada. (López, “Ensayo” 218)

De acuerdo con las observaciones de Aralia López, la obra de Rosario Castellanos no ha sido suficientemente valorada. Por ello, las ideas políticas y sociales incómodas de la chiapaneca son el principal objeto de estudio de este artículo, pues éstas contribuyen a mostrarla como una pensadora imprescindible para comprender los problemas persistentes de la nación mexicana. Ahora bien, ya que no es posible examinar todos los textos en los que la escritora vertió tales ideas sólo revisaré el corpus en el que la autora declaró que la educación de los mexicanos contribuía a generar ignorancia, servilismo y malestar social. Este examen lo llevaré a cabo trayendo a colación las declaraciones de Aralia López González, pues sus juicios dan muestra del tipo de crítica literaria que no favorece una canonización parcial y que no se congracia con las estructuras políticas e intelectuales en el poder. En este caso, en primera instancia, se pondrá en relieve la manera en la que la escritora criticó la gazmoñería de las familias mexicanas, las taras de la educación mexicana y el control gubernamental en la educación formal e informal. Y, en segunda, se destacarán los momentos en los que López González fue más allá de la consagración literaria y se refirió al rezago nacional como uno de los principales motivos literarios de nuestra autora.

Restricciones a la emancipación en el ámbito familiar

En 1960, Rosario Castellanos perteneció a una generación de mujeres que, además de ser amas de casa, eran profesionistas. Muchas de ellas tenían la necesidad de dejar a sus hijos en estancias infantiles. A algunas esa circunstancia les producía remordimientos, porque no los cuidaban todo el tiempo, tal como se creía en esa época que debían de proceder. Castellanos no se contó en ese grupo; ella nunca mencionó haber experimentado sentimientos de culpa por haber dejado a su hijo en una guardería cuando apenas tenía dos años. Al contrario, promovió los servicios de la maestra María Alicia Martínez Medrano y de un grupo interdisciplinario para que la primera dama respaldara el proyecto educativo de estancias infantiles. Afirmó que esos espacios eran necesarios para velar por el desarrollo de los menores, pues la educación no se podía guiar por el supuesto instinto materno. Los padres debían contar con orientación sobre cómo proceder con sus hijos: “Porque ‘se encuentra que, sin esto último, la obra del servicio se discontinuaría durante las horas que el niño permaneciera en su hogar. Muchas veces los problemas que un niño ofrece son la proyección refleja, subconsciente de los padres’” (Castellanos, “Los derechos” 235). La original propuesta de acompañamiento psicológico para los padres no debió cobrar un gran impacto en un país en donde la figura paterna sólo desempeñaba la función de proveedor económico y la materna reproducía un modelo en donde tenía que educar a los hombres para dominar y a las mujeres para obedecer.

No obstante, Castellanos insistió en señalar la importancia de la salud mental en la familia. Baste mencionar la ocasión en la que una nota roja le sirvió para analizar los sentimientos de dependencia de los padres hacia sus hijos. Encontró que un hombre, de apellido Fourquet, se negó a dejar a sus hijos bajo la custodia de su esposa. Prefirió matarlos y suicidarse antes que satisfacer una disposición ministerial. En opinión de Castellanos, ese caso era extremo, pero no carecía de precedentes sociales y jurídicos. Explicó que, siglos atrás, el código romano fomentó una paternidad tiránica que les concedía, a los padres, la autoridad total sobre sus descendientes:

Los legisladores no hacían sino conferirle validez a una predisposición del alma humana que es la de suponer que el otro (sobre todo cuando el otro cae bajo nuestro dominio porque se encuentra en una relación de inferioridad o de dependencia) no tiene la categoría de persona sino la de cosa y por lo tanto hay que manejarlo a nuestro antojo. Y cuando a esto añadimos la carga afectiva que existe en vínculos familiares la cuestión se complica aún más. Porque nadie nos enseña cómo orientar, dirigir y modular nuestros afectos. (Castellanos, “Los derechos” 239; énfasis mío)

Nótese que la interpretación de Castellanos quiso comprender los alcances del pasado y exponer la tendencia del espíritu humano a actuar según las costumbres. Además, ese reparo permite que la escritora comience a esbozar los mecanismos impulsados por el Estado para someter a la población. Es decir, que sugiriera que, en la medida en que el Estado permitía que los padres gobernaran arbitrariamente a la familia-primer núcleo constitutivo de la sociedad-, predisponía a los ciudadanos a tolerar los excesos de un gobierno tiránico. En consonancia con su entendimiento de los excesos despóticos del pasado, Rosario Castellanos seguramente les prestó atención a las voces juveniles de 1968. Recuérdese la queja de un joven inconforme con las exigencias de su padre:

Mi papá toda la vida se la pasa diciéndome que él fue muy buen hijo y eso… Entonces yo me pongo a pensar: […] En su afán de crearnos arquetipos, los adultos nos presentan unas formas abstractas totalmente perfectas y, ¡zas!, se corta la comunicación. Yo me pongo a pensar: Caray, mi jefe, según él, todo lo hizo bien, y yo, según él, todo lo hago mal. Por eso yo tengo mala comunicación con mi papá por más que lo intento. (Gordillo en Poniatowska, La noche 22)

Junto con los jóvenes, Castellanos reprobó la incapacidad de los padres de aproximarse a sus hijos y su tendencia a elegir por ellos hasta llegar al punto de obligarlos a concretar un proyecto de vida incompatible con sus verdaderas aspiraciones: “La criatura real, de carne y hueso, no es siquiera percibida. Se contradicen sus deseos con tal de satisfacer los caprichos del hijo imaginario. Se le imponen deberes y se le dictan mandatos que chocan contra su idiosincrasia” (Castellanos, “Los hijos” 239). En el fondo, lo que la escritora desaprobaba era que se desestimaran las ideas de los jóvenes y que se insistiera en coartar su libertad para tomar decisiones:

¿Nunca ha visto usted, lector, esos conflictos que se suscitan en el seno de la familia cuando la muchacha, tímidamente, participa su deseo de casarse con quien ella ha elegido? ¿O cuando el joven opta por una carrera, por un oficio, por un viaje, por su independencia, en fin? A juzgar por los argumentos de los padres, los hijos son unos tarados, que no entienden lo que les conviene, que se encaminan sin mayores trámites hacia la rutina. (Castellanos, “Los hijos” 240)

En su obra de ficción, Rosario Castellanos reiteró la propensión insana de los padres de idealizar a sus hijos y de ambicionar un futuro ajeno a la realidad de ellos. Aralia López interpretó las consecuencias de esta limitante en el cuento titulado “Cabecita blanca”, en donde Justina, la protagonista, les transmite a sus hijos un rechazo lesivo: “El resultado son seres atormentados, sin pareja, frustrados, denigrados, igual que ella” (López, La espiral 252). Sin lugar a dudas, la investigadora destacó un orden familiar representativo de una generación adulta que, en la década de 1960, desestimaba a los jóvenes y les impedía convertirse en sujetos capaces de asumir sus decisiones con autonomía. Además, habría que añadir que, por las mismas fechas, a Castellanos le preocupó que se discutiera el proyecto de ley según el cual los jóvenes alcanzarían la mayoría de edad a los 18 años. Sabía que la juventud tenía a su alcance mayor información, pero siguió insistiendo en que ni la escuela ni la familia ni la sociedad fomentaban su desarrollo:

[…] ¿hasta qué punto se le proporcionan a ese joven, que de pronto aparece cargado de tantas responsabilidades, las ocasiones, los instrumentos, las posibilidades de formarse un criterio independiente en la lectura y discusión de temas políticos y morales; de refinar su gusto estético en la asistencia a espectáculos artísticos; de armonizar coherentemente los conocimientos adquiridos de acuerdo con un orden, dado o inventado pero afín con su estructura interior? (Castellanos, “La edad” 227)

La escritora evitó ser categórica al responder; no obstante, fue definitiva al mencionar las cortapisas a las que debían enfrentarse los menores de edad. Se remontó a la tendencia inquisitorial de los padres de censurar libros “exóticos”. El ama de casa era la responsable de denunciar a sus hijos ante el marido si poseían textos extranjeros. Y también debía asegurarse de que la existencia de los ejemplares concluyera en la basura. No importaba lo que pudieran pensar los muchachos; de hecho, tenían prohibido replicar (Castellanos, “La edad” 228).

Lejos del seno familiar, según Castellanos, los menores tampoco podían desarrollar un criterio propio. Los cines suprimían los fragmentos de las películas que se consideraban inapropiados y las editoriales evitaban la difusión de obras clásicas porque consideraban que contenían escenas indecentes. ¿Quién determinaba lo que era censurable? Quizás el Gobierno y la Iglesia-instancias a las que los padres les profesaban una obediencia absoluta-. A propósito de esto, Aralia López apuntó que, precisamente, las amas de casa sólo contaban con una formación religiosa apegada a los principios de sumisión y sacrificio:

[La mujeres] redondean su formación femenina desde la moral, las cofradías piadosas y la acjm (Asociación Cristiana de Jóvenes Mexicanas). Esta formación c onsiste en reprimir cada vez mejor su sexualidad y reforzar sus tendencias abnegadas (masoquismo). De todo esto, lo que persistirá es la norma del sacrificio por el sacrificio, la supresión del placer en su vida cotidiana y la reafirmación de la pasividad y la inercia. (López, La espiral 257)

Importa tener en consideración este dato y relacionarlo con una proposición de Rosario Castellanos, quien comulgaba con la idea de que “la educación del niño empezaba veinte años antes de que naciera con la educación de la madre” (Castellanos, “Los derechos” 81). Una persona abnegada y reprimida no podía ser inofensiva ni con los demás ni consigo misma, según nuestra autora, porque sus restricciones implicaban negarse la posibilidad de conocerse a sí misma y de disfrutar placeres tan fundamentales como la sexualidad. Al pensar en esa restricción, la ridiculizaba diciendo: “Los tabúes sólo se rompen lícitamente en Acapulco y en Semana Santa porque tampoco hay que exagerar en la mortificación de la carne, el desprecio al mundo y la lucha contra el demonio” (Castellanos, “La edad” 229). Como bien señala Aralia López, Castellanos fue “precursora, sin duda, en la forma de interpretar sin complacencias ni complicidades de buena conciencia la situación nacional” (“Ensayo” 223). No se alineó al sistema familiar, que, por ser arbitrario, aceptaba y comprendía los atropellos de formas de gobierno demagógicas.

En busca de una Reforma educativa

La familia no era el único núcleo proveedor de educación del que Castellanos sugirió un cambio. También propuso que la escuela se transformara en varios órdenes: los uniformes, las tareas y los maestros realmente tendrían que satisfacer objetivos pedagógicos congruentes. Acerca del primer punto, cuestionó los argumentos que se daban para fomentar la disciplina en los planteles. Indicó, por ejemplo, que el uso del uniforme no podía encubrir las asimetrías económicas del alumnado: “Las diferencias de clase no son tan fácilmente disimulables y el niño uniformado con dinero comprará golosinas durante el recreo, golosinas que están fuera del alcance del niño uniformado sin dinero” (Castellanos, “El uniforme” 360). Incluso, añadió que el uso del uniforme propiciaba la discriminación cuando un niño no lo conseguía. Planteó distintos escenarios: algunos padres no contarían con el permiso de ausentarse para ir a comprarlo, otros no tendrían ganas de ir a recogerlo hasta el almacén en donde lo proveían, y unos más se encontrarían con que se agotaron las existencias. Nótese que, en todos los casos, el menor dependía de sus padres para adquirir el uniforme. Ese hecho no era tomado en cuenta por las autoridades. Sucediera lo que sucediera reprimían al niño que incumplía con la norma:

[…] los maestros no conceden plazos y acusan a los padres de desidia y amenazan con dar el lugar de su hijo al hijo de otros padres más diligentes. Y los padres reniegan y tachan a los maestros de déspotas. El núcleo de este conflicto, el correveidile de los recados entre ambos contendientes es el niño. ¿Sería muy extraño que no comenzara aquí mismo a desconfiar de los mayores y aun a odiarlos? (Castellanos, “El uniforme” 362 y 363; énfasis mío)

Nótese que, con este último cuestionamiento, la escritora relacionó anécdotas infantiles desafortunadas con el problema de la rebeldía juvenil, tan detestada por el gobierno en 1969. Tal como lo señaló constantemente Aralia López, Castellanos nunca fue omisa ante la realidad nacional. No la mitificó ni la inmovilizó; al contrario, deliberó públicamente en torno a las fuentes del despotismo y los orígenes del descontento social. A la chiapaneca le bastó un examen sencillo de la disciplina escolar para mostrar que las figuras de autoridad más inmediatas-los padres y los maestros-no trabajaban juntos en la conformación de un sistema disciplinario congruente. Por lo mismo, sugirió que la rebeldía tenía sus raíces en el odio que los niños sentían por los mayores cuando eran castigados injustamente y cuando sólo podía volver a sus casas “trastornado[s] de ira y de sentimiento de frustración” (Castellanos, “El uniforme” 362).

En cuanto a las estrategias de enseñanza, la escritora las reprobó, pues se percató de que la gente tendía a olvidar los conocimientos adquiridos en la primaria. Afirmó que la mayor parte de las tareas escolares se caracterizaban por ser dificultosas, fútiles y desesperantes: “Hay que reformar la educación. Pero no para cambiar sólo sus contenidos sino también sus modos de trasmitirse y sus propósitos. Que sirva para despertar la inteligencia y para ponerla en contacto con los objetos que le son propios. La aproximación entre una y otro ha de darse no en la rutina sino en el amor” (Castellanos, “La reforma” 237). ¿Qué significaba, para la ensayista, amar en la educación? Primero que nada, quería decir que los maestros debían abandonar la manía de exigir el aprendizaje de datos. Tenían que reemplazar el trabajo automatizante por actividades efectivas y estimular la inteligencia de sus alumnos hasta el punto de permitirles “organizar una imagen del mundo que no únicamente permita comprenderlo sino también modificarlo y vivir en él” (Castellanos, “Paradoja” 276). En definitiva, Castellanos consideró que la guía de un adulto era indispensable en la integración del entendimiento de la realidad, en la conformación de una opinión personal y en el establecimiento de una asociación cordial con los otros:

La inteligencia no es un mérito y su ejercicio es, fundamentalmente, una responsabilidad. Si esto se entendiera bien no existiría tanto odio, tanta repulsión del vulgo hacia la élite ni tanto despliegue de vanidades, tantas disputas triviales entre los miembros de esa élite. Pero el malentendido se remonta al principio, por el modo como se establece el vínculo entre maestro y discípulo. (Castellanos, “Paradoja” 277)

Un profesor bien capacitado podría conciliar posibles atmósferas hostiles: mediar entre la mirada altiva de los agudos y el gesto esquivo de los limitados. Gracias a la concordia, los alumnos serían capaces de incorporar a su vida una noción de justicia, valor del que casi no se les proveía, pues, a decir de Castellanos, algunos docentes carecían de vocación; se dedicaban a la docencia porque no contaban con los conocimientos requeridos para ingresar a una facultad. Entonces, la baja preparación-combinada con la falta de amor al magisterio-perjudicaba directamente a los estudiantes, pues “nadie puede dar a otro lo que no tiene” (Castellanos, “Paradoja” 277). Ahora bien, cuando la escritora se refirió a las carencias intelectuales y sociales de una comunidad estudiantil, lo hizo para romper con los falsos determinismos, con los ambientes de polarización y con la mediocridad. Según Aralia López, cuando Castellanos habló de la percepción de la realidad en América Latina, su intención era aludir “a la engañosa realidad que dificulta tomar las propias decisiones y llevarlas a cabo” (“Ensayo” 233). Si se toma en consideración este juicio, una de las propuestas más relevantes de la literatura de Rosario Castellanos y una de las observaciones más importantes de Aralia López consisten en mostrar, a cada momento, que los individuos, dentro de sus posibilidades, pueden elegir y aportar algo propio a su entorno.

Además, para reformar la educación y conquistar la autonomía, Castellanos indicó que se requería que el gobierno atendiera las necesidades del profesorado: que brindara capacitación, recursos culturales y remuneraciones justas:

Hay que proporcionar a los maestros la oportunidad de ser lo que su título dice y lo que su función necesita. Proporcionarles libros, darles acceso a conciertos, a recitales, a conferencias, a museos; abrirles el mundo en viajes, en diálogos, en observaciones de primera mano. Exigir al maestro que se comporte “según el espíritu que vivifica y no según la letra que mata”. […] Y, como es equitativo, retribuir. Con gratitud, está bien. Pero no sólo de gratitud vive el hombre sino de pan. (Castellanos, “Paradojas” 278 y 279)

En este último fragmento, se vuelve a reiterar una constante que he venido esbozando: detrás de la educación de cada niño existía una estructura de poder que Castellanos valoró, comentó y cuestionó al referirse a las políticas educativas nacionales e internacionales de su época.

Gobierno y universidad: objetivos inconciliables

En 1969, Rosario Castellanos avisó que había instancias de poder interesadas en que se reformara la educación a favor de los poderosos. En México, los empresarios y sus subordinados expresaron la urgencia de instaurar una educación afín a los intereses de las clases potentadas. Exhortaron a las escuelas y a las facultades a preparar a técnicos “universitarios”. En su opinión, la solicitud no respondía a una necesidad real de capital humano; detrás de ese ideario se ocultaba el interés de obstaculizar la autonomía de pensamiento, la búsqueda de la verdad y el acceso a la justicia de parte de los desfavorecidos: “Porque la cultura proporciona los elementos para que se fundamente y se practique una actitud crítica que se aplicaría, desde luego, a las circunstancias imperantes que, después de contempladas, no serían declaradas buenas como Dios hizo con el Universo después de haberlo creado” (Castellanos, “El sabio” 246). Sin lugar a dudas, la escritora recalcó que la aspiración real de los empresarios exigía contar con empleados diligentes, preparados, manejables y, sobre todo, reacios a emprender cualquier tipo de desacato.

En contraste con los avances tecnológicos y humanos exigidos por los poderosos, los estallidos en Hiroshima y Nagasaki cimbraron la quietud de científicos absortos en sus hallazgos. Tuvieron que enfrentarse a una realidad beligerante en la que, si bien los gobiernos esgrimían la necesidad de desarrollo, no ocultaban sus motivaciones económicas. Los hombres de ciencia tenían que decidir si obedecer al bien común o a intereses creados, pues al final de 1960 no se querían “más sabios distraídos sino seres humanos en la plenitud de su responsabilidad y de su lucidez. Es decir, un nuevo problema que los príncipes de este mundo tendrán que enfrentar” (Castellanos, “El sabio” 249).

En opinión de Castellanos, convenía que se concertaran los intereses de la ciencia, la técnica y las humanidades; por eso, quiso enfatizar su desaprobación hacia las reformas educativas que pretendían eliminar de los planes de estudio las materias de ciencias sociales y humanidades. Su propuesta llegó al punto de denunciar que se quería mantener el control sobre grupos concretos. De ahí que preguntara: ¿a qué sectores de la población se les negaba el conocimiento?, y ¿cómo se relacionaba el estudio de las ciencias sociales con los desórdenes estudiantiles? Ambas respuestas implicaban a comunidades estudiantiles que, por necesidad o solidaridad, desaprobaron la opresión. Imaginó un mundo nuevo en donde se respetaran los derechos de todos y las virtudes en verdad invocaran la nobleza:

Lo aceptable, lo obligatorio es asumir la actitud contraria. Denunciar los mecanismos viciosamente construidos e hipócritamente tolerados, destruir, derribar para construir de nuevo otro mundo que no repugne a la inteligencia, que no viole el derecho, que no burle a la justicia, que no vuelva impracticable la moral, ridícula la caridad, sospechoso lo verdadero, árida la virtud, locura el amor, la generosidad, la entrega, la abnegación. (Castellanos, “La piedra” 387)

Lo planteado por Rosario Castellanos es una utopía para hacer más habitables los espacios de convivencia y más dignas las virtudes. Sobre esta base, Aralia López afirmó que la chiapaneca planteó una forma ideal de ser un intelectual. Ésta consistía en cuestionar y derrocar lo establecido, aun si esto precisaba ser incómodo para la sociedad y el Estado: “postuló incluso una utopía, como aspiración del intelectual y del escritor auténticos. Para ella, estos debían poner en entredicho lo heredado, ir más allá de consignas y tabúes, atreverse a incomodar como una piedra en el zapato, cuestionar ilusiones y falsas conciencias, denunciar crímenes e instituciones” (López, “Ensayo” 223). En el caso del problema estudiantil, Castellanos acusó al vicepresidente de Estados Unidos, Spiro Agnew, como impulsor de la reforma restrictiva de las humanidades; asimismo, aseguró que George Wallace se había disputado con Agnew la autoría de dicha política. Y, al margen de las propuestas educativas vergonzantes, la escritora descubrió los medios utilizados para hacer prevalecer el orden: “Muerte, cárcel, exilio. Nadie quería la brutalidad pero no queda otro remedio” (Castellanos, “La piedra” 388).

Al señalar lo anterior, no pretendo exponer a Castellanos como una escritora con afanes reivindicatorios. Su obra jamás le otorgó a nadie maldad ni beatitud. La forma de pensar de la autora estuvo libre de cualquier maniqueísmo, pues, como bien lo señaló Aralia López, “[l]a actitud de Castellanos no fue reivindicativa sino crítica: quiso hacer pensar, despertar conciencias” (López, “Ensayo” 219). Quiso que el conocimiento impidiera que los oprimidos soportaran tratos vejatorios, que reflexionaran sobre su realidad y actuaran sobre la misma.

Educación informal: un disimulado control gubernamental

Rosario Castellanos, además de deliberar en torno a la educación formal, también se preocupó por entender la manera en la que las estructuras de poder repercutían en la educación de las masas mediante los medios masivos de comunicación. Se percató de que la información transmitida en las televisoras y radiodifusoras obedecía a intereses creados. Por ejemplo, en nombre de la familia y las “buenas costumbres”, se censuraban los programas que se consideraban pornográficos. Desafortunadamente, ese estricto rigor que se procuraba para cuidar de la moral sexual no se ejercía para vigilar la provisión de programas culturales de calidad. A las autoridades eso no les preocupaba, antes bien, cuidaban que los programas educativos no le quitaran espacio a las transmisiones de patrocinio comercial: “Pesó mucho más, en el ánimo de quienes tuvieron que tomar esta disposición, el perjuicio que resentían los vehículos de propaganda de jabones, cervezas, etcétera, que los beneficios que pudiese reportar al auditorio una programación dedicada de una manera íntegra a la divulgación de la cultura” (Castellanos, “El hombre” 424).

Definitivamente, con esta declaración, Castellanos quiso señalar el interés del gobierno en poner los beneficios económicos por encima de los culturales. Asimismo, continuó su discurso diciendo que se pervertía el gusto estético de toda la población. ¿Cómo? Si el gobierno era el censor principal de los programas y aprovechaba su poder para distribuir los patrocinios en los medios de difusión, sólo él podía interferir en la provisión de programas de calidad cultural. Seleccionar la información que saldría al aire no era una práctica inopinada e inofensiva, pues, si se toma en cuenta que, para Castellanos, educar significaba brindar conocimientos a otros para que se apropien del mundo y lo modifiquen, interpretar que los medios eran la vía más efectiva para incitar a la acción o a la pasividad implicaba decir que los medios educaban a la población. Incluso, en su obra de ficción, Rosario Castellanos se refirió a la influencia que la televisión tenía sobre los televidentes. Acerca de esto, la maestra Aralia señala:

El narrador [del cuento “Cabecita blanca”], al hacer ingresar el discurso de los medios masivos de comunicación al texto, muestra la supervivencia de las normas modeladoras de la imagen femenina tradicional. Normas que suprimen los elementos de juicio crítico y mantienen la propuesta de ignorancia […]. Estos medios son mecanismos de reproducción de modelos de comportamiento al servicio de un orden, todavía dominante, que se pretende inamovible. (López, La espiral 259)

Por eso, no debe soslayarse que Castellanos haya denunciado tanto la manipulación consistente en la dotación de programación insulsa, como la supresión u omisión de contenidos y la suplantación de la mentira por la verdad: “Desde los púlpitos, desde las tribunas, desde las cátedras desciende la mentira ungida con los óleos del dogma y ya no es posible más que prestar asentimiento y sumisión a ella” (Castellanos, “El hombre” 424).

La autora insistió en no dar los nombres de las autoridades que tergiversaban la información; prefirió explicar cómo se falseaba la verdad. Señaló que los traidores de la verdad no confiaron la difusión de mentiras a la palabra hablada, se aseguraron de legitimar sus discursos valiéndose de la palabra escrita. Preservaron sus ideas en libros y los distribuyeron en los recintos educativos: “se regalan en las consejerías de instituciones dedicadas a la educación superior; se venden en importantes cadenas de librerías y acaban por convertirse en documentos de consulta para los que se empeñan en hacer la crónica de los acontecimientos de la historia mexicana en los últimos diez años” (Castellanos, “El hombre” 424). Castellanos reiteró que le preocupaba la información contenida en esos “ejemplares”, porque incitaba “a las malas pasiones del fanatismo, del odio, de la persecución, de la intolerancia” (Castellanos, “El hombre” 424).

En conclusión, y tal como lo apuntó Aralia López, Rosario Castellanos nunca ignoró la realidad mexicana. Fue una gran mujer que tomó las riendas de su escritura para convertirse en un sujeto capaz de escribir la historia de una nación desde su perspectiva de género y desde el momento nacional que le tocó atravesar. En medio de ese ambiente, que no era fácil, en su obra narrativa, ensayística y docente desarrolló la propuesta de que los seres humanos podían alcanzar conciencia de sí mismos y, en la medida que lo hacían, lograban conquistar su autonomía.

La autora chiapaneca ha sido ampliamente reconocida por la crítica por su interés en recobrar la autonomía para todos3. Sin embargo, la enseñanza imprescindible de Aralia López, su legado, radica en entender que Rosario Castellanos también optó por hablar de temas incómodos e irritantes que no han sido suficientemente estudiados en su obra. En lo que respecta a la educación, tuvo una visión crítica de las virtudes desvirtuadas, formadora de seres frustrados; se expresó de los medios de comunicación fortalecedores de la ignorancia y preservadores del orden represivo; analizó los sistemas de enseñanza vacuos, las bajas remuneraciones deparadas al magisterio; denunció la aplicación de políticas discriminatorias del conocimiento social y la necesidad de que las ciencias consideraran la dignidad y el respeto por la vida. En suma, las enseñanzas de Rosario Castellanos y Aralia López invitan a observar y a cuestionar lo heredado y lo institucionalizado en las costumbres para lograr que las personas entiendan su realidad y tomen decisiones que les permitan forjar un mundo mejor.

 

Obras citadas

Castellanos, Rosario. “Los derechos del niño.” Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos. Compilación, introducción y notas de Andrea Reyes, vol. I, CONACULTA, 2004, pp. 233-236.

Castellanos, Rosario. “La edad de la razón: la vida comienza ¿cuándo?” Mujer de palabras, vol. II, CONACULTA, 2006, pp. 227-230.

Castellanos, Rosario. “Los hijos: una propiedad privada.” Mujer de palabras, vol. II, CONACULTA, 2006, , pp. 238-241.

Castellanos, Rosario. “El hombre unidimensional: muera la pornografía y viva lo demás.” Mujer de palabras, vol. II, CONACULTA, 2006, pp. 422-425.

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NOTAS

[1]

En 1975, Aralia López González-al igual que Rosario Castellanos-encabezó a las estudiosas que emprendieron investigaciones acerca de los motivos, el contenido, la originalidad y la evolución de la literatura escrita por mujeres en Latinoamérica. Véase López González, De la intimidad .

[2]

Véase López, La espiral parece un círculo; “Archivos”; “Memoria”; “Heterogeneidad”; “Una nación”; “Rosario Castellanos”; “A propósito”; “Rosario Castellanos: lo dado”; “Tradición”; “El feminismo”; “La vida”.

[3]

José Emilio Pacheco, por ejemplo, fue uno de los primeros en reconocer que mientras la intelectualidad mexicana discutía sobre la función de los escritores en la sociedad, Rosario Castellanos regaló sus tierras, trabajó para servir a los más necesitados y representó su deseo de: “devolver [la] palabra, esta arca de la memoria, a quienes les fue arrebatada” (11). Por su parte, Aralia López González al referirse a esa misma intención reivindicadora de la escritora, la expresó como una actitud vital: “resulta de gran interés el hecho de que Rosario Castellanos llevó a cabo una lucha personal muy destacable en cuanto a romper esquemas opresivos contra el desarrollo de la mujer en la sociedad patriarcal” (La espiral 11). En fechas más recientes, Andrea Reyes ha destacado la valentía de la poeta y su lucha por la justicia: “no todos los letrados deseaban oír las voces de los marginados, ni escuchar su versión de la historia. Un sector de los profesionistas mexicanos no solo se negaba a revelar ciertas realidades desagradables sobre su país, sino que ya había intentado prohibirlo” (114).

 

 

 

 

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