Tensiones de la secularización en las crónicas de viaje de José Ingenieros

Tensions of Secularization in Jose Ingenieros’s Travel Chronicles

Sección: Artículos de investigación
Sobre los autores:
  • Cristina Beatriz Fernández 1
  • 1  Universidad Nacional de Mar del Plata / CONICET. Argentina
Resumen

En 1905, José Ingenieros viajó a Europa como representante argentino para participar en el V Congreso Internacional de Psicología, en Roma. Aprovechando la ocasión, el diario La Nación le encargó la redacción de una serie de “correspondencias”, que fueron publicadas en sus páginas y que posteriormente se compilaron en diversos libros. Nos interesa relevar en los escritos de este cronista algunos que hacen referencia a uno de los aspectos medulares de la cultura moderna europea y que, en su rol de “viajero estudioso” (para usar su propia expresión), observa en relación con los países que visita: el proceso social y cultural de la secularización. Este eje nos permitirá efectuar un recorrido por cuestiones como la relación entre secularización y vida urbana, así como el rol mediador entre el intelectual devenido en corresponsal y el público al cual estaban dirigidas sus crónicas.

  • Palabras clave:
  • José Ingenieros;
  • crónicas;
  • secularización;
  • viaje;
  • modernidad.
Abstract

In 1905, José Ingenieros travelled to Europe. He was the Argentinian delegate to the V Psychology International Congress that took place in Rome. The newspaper La Nación asked him to write a series of “correspondencias”. They were published in that paper and, afterward, they were edited in different books. Our aim in this article is to analyze some chronicles written by Ingenieros, specially those related to the European modern culture and the secularization social and cultural process. Ingenieros talked about himself as a “viajero estudioso” and he observed carefully that phenomenon in different countries. This axis will allow us to go through some interesting topics, for example, the relationship between secularization and urban life, or the mediator role adopted by this intellectual turned into a correspondent as regards his public.

  • Keywords:
  • José Ingenieros;
  • chronicles;
  • secularization;
  • travel;
  • modernity.

Diversos pueden ser los motivos que den origen a un viaje y a las crónicas derivadas de él, máxime si el destino es Europa que, en las primeras décadas del siglo XX, era una meca social y cultural para muchos latinoamericanos. Ese fue el caso de las crónicas escritas por José Ingenieros, quien durante los años de 1905 y 1906 recorrió varias ciudades de Europa, luego de arribar a Roma como representante argentino ante el V Congreso Internacional de Psicología.1 En las páginas que siguen, nos proponemos analizar, a partir de algunas de las crónicas remitidas durante ese viaje, las tensiones del proceso de secularización que registraba por entonces la escritura de este intelectual.

I. El viajero y la crónica

En 1905, la ciudad de Roma fue la sede del V Congreso Internacional de Psicología y el gobierno argentino, ante la necesidad de enviar un representante, comisionó para ello a un joven médico de 28 años, recientemente graduado pero que ya había merecido la medalla de oro de la Universidad de Buenos Aires por su tesis sobre la simulación de la locura. Fue así que José Ingenieros emprendió un viaje por distintas ciudades europeas, metrópolis centrales para el proceso de modernización occidental, desde las cuales remitió, por más de un año, las que llamaba sus “correspondencias” al diario La Nación de Buenos Aires. Realizó esta tarea a pedido del director del periódico, el ingeniero Emilio Mitre. Estas crónicas empezaron a publicarse el 30 de abril de 1905 y, como era bastante usual en la época, al poco tiempo serían compiladas en diversos libros, editados tanto en Europa como en Buenos Aires.2

Un problema propio de las comunicaciones transatlánticas era la distancia temporal entre la escritura de las crónicas, su recepción en las oficinas del periódico y su consecuente publicación. Acerca de estos hiatos temporales, en sus Crónicas del bulevar, de 1902, Manuel Ugarte reflexionaba sobre la necesidad de adaptar el contenido de la crónica para que sobreviviera a la fugacidad del acontecimiento que la inspiraba, por ejemplo, mediante la generalización de una experiencia o la abstracción a partir de un hecho singular. El objetivo era que la crónica no envejeciera antes de llegar al lector:

cuando la correspondencia está destinada a países lejanos, las páginas llegan casi siempre marchitas y sin interés, porque el telégrafo las ha precedido de veinte días y se ha encargado de borrar cien veces la impresión del suceso que se relata. […] Por eso se ven obligados los que escriben a elegir temas un tanto vagos, susceptibles de generalización y de comentario ajeno a la actualidad. […] El cronista se ve en la necesidad de refugiarse en paisajes morales y apreciaciones imprecisas. (Ugarte 18)

También Susana Rotker, en su clásico libro sobre la crónica finisecular, parte de una observación de François Perus para señalar los rasgos distintivos del estilo de los croniqueurs y los reporters: a diferencia de los segundos, los primeros se consagraron a un tipo de prensa de carácter doctrinal, de estilo francés, dirigida a un público más selecto, en lugar de centrarse en la información, basada en la noticia y la sensación, propia del repórter al estilo norteamericano (Rotker 111, nota 31). Además, como la escritura estaba vinculada a la experiencia del viaje, entraba en juego la figura del corresponsal, aquel que atendía “tanto a la presión de la actualidad como a la relación de una travesía” (Colombi 15).3

Podemos incluir las crónicas de José Ingenieros en esta línea de la crónica doctrinal escritas por un corresponsal viajero; un texto que se proyecta más allá de los eventos puntuales que constituyen su punto de partida. El distanciamiento entre la escritura y la publicación se agudizaba al momento en que las crónicas eran recogidas en libros: a los procesos de selección, reordenamiento y eventual fusión de distintas crónicas en una sola, se le agregaba un cambio en la tipología discursiva de esos escritos, originalmente configurados como cartas dirigidas al director del diario. Al pasar a los libros, muchas veces desaparecía ese marco epistolar, situación que ocurrió en el caso de Ingenieros.

Por otro lado, vale la pena considerar lo que advierte Julio Ramos al analizar la relación entre la prensa y la escritura de los modernistas, cuando afirma que publicar en un diario como La Nación era un gesto de connotaciones complejas. Para esta época, el diario estaba algo distanciado de la propensión política que había marcado su nacimiento. Luego de los conflictos que el matutino había protagonizado en la década de 1880, se había escudado en una aparente neutralidad informativa y en el rol de difusor de los modos estéticos y valores ideológicos de la modernidad europea.4 En un mismo movimiento, al decir de Ramos, La Nación “tecnologizaba su producción material y discursiva” (Ramos 105) y cristalizaba el proceso de modernización del Buenos Aires finisecular. Uno de los rasgos de esa modernización con el cual buscaba colaborar explícitamente era el proceso de secularización de la vida institucional y social (Sidicaro 17).

II. Ciencia y religión

Treinta y una crónicas de Ingenieros se publicaron en La Nación.5 Una de las primeras se titula “Un cónclave de psicólogos”. Fue publicada el 2 de junio, pero está fechada con anterioridad: el 6 de mayo de ese mismo año de 1905. Es una crónica importante en este corpus, puesto que hace referencia al congreso que había motivado el viaje.6 Ya desde el título, observamos la apropiación y transferencia del léxico religioso al terreno profano: el cónclave de psicólogos es casi un oxímoron -es decir, una contradicción exacerbada- si se tiene en consideración, por una parte, el enfrentamiento histórico, al menos desde la Revolución Científica, entre ciencia y religión y, por otra, el hecho de que el sentido más habitual de la palabra ‘cónclave’ alude a la reunión de los cardenales católicos para elegir un Papa.

A lo antedicho se suma el punto de mira con el cual se inicia la crónica, atribuido a una escultura: “La colosal estatua de Benito XIV, dominadoramente erguida en la sala de los Horacios y Curiacios, entre los evocadores museos del Capitolio […] contempló desde su pedestal un espectáculo que no soñara Miguel Ángel cuando trazó los planos de los palacios magníficos y de la escalinata majestuosa”, es decir, la concentración en Roma de “los sabios de todos los países” para asistir al congreso científico que Ingenieros reseña en esta crónica y las sucesivas ( Las crónicas 33). Este congreso es descripto como una más de las recurrentes invasiones de extranjeros en la ciudad de las siete colinas, aunque ya no se trata de los bárbaros de la Antigüedad ni de los ejércitos imperiales adversos al Pontificado, sino de sus descendientes, científicos, modernos, civilizados.

En la invasión de los modernos extranjeros, la mueca y el gesto del bárbaro se han transformado en sonrisa y genuflexión ante las ruinas, elocuentes en su mutismo solemne. En estas caras de sabios, que ajó la fatiga de los laboratorios y de las clínicas, en sus ojos hondos y brillantes por tantas noches de meditación insomne, en las frentes que se dirían abovedadas por la perenne rumiación de las ideas, parecía resplandecer el goce de un voto cumplido místicamente. Pues hay en los congresos científicos un ambiente de fe, un tono de peregrinación, como si realmente acudieran a postrarse ante los imaginarios altares de la nouvelle idole, para usar el afortunado epíteto de François de Curel. (Ingenieros, Las crónicas 33)

La descripción de la fisonomía de los hombres de ciencia se estructura, evidentemente, a partir del desplazamiento del léxico religioso para representar la vocación que orienta la vida del sabio, las huellas físicas y emocionales ocasionadas por el ejercicio de un sacerdocio laico y moderno. Después de reseñar los discursos y comunicaciones del congreso para el lector de La Nación, Ingenieros concluye con una reflexión sobre la fe en el porvenir de la ciencia, el nuevo ídolo al que se le rinde culto en ese momento. La imagen proviene de la obra del dramaturgo francés François de Curel, estrenada en 1899 y cuyo protagonista es, no casualmente, un médico que sobrepasa los límites de la ética profesional en sus investigaciones, pero que logra conciliar su servicio a la búsqueda de la verdad científica con la ley moral, gracias a la intervención y el sacrificio de una religiosa que había sido su paciente y sujeto de experimentación.

Para Ingenieros, como para muchos pensadores marcados por las líneas centrales del pensamiento positivista, la relación entre ciencia y religión era la de un conflicto de estadios que culminaría con la entronización de la primera, aunque ese triunfo podía estar marcado por huellas o resabios, tanto de creencias como de prácticas, tributarios de la segunda. Por ello, resignifica el léxico propio de la esfera religiosa para formular una hipótesis sobre el proceso civilizatorio, hipótesis en la cual el orden secular adopta atributos de lo sagrado, cuando se refiere a la ciencia como “esa nueva fe […] distinta de la que llega a su crepúsculo arrodillándose entre las naves de oro y lapislázuli de San Pedro” ( Las crónicas 34).

Entre los milagros de esta nueva fe se contaba el olvido de los enfrentamientos nacionalistas y raciales en aras de la comunicación científica, es decir, una nueva utopía fundada en los atributos de internacionalidad y neutralidad de la ciencia. En varios pasajes el cronista destaca la camaradería o cordialidad entre científicos de naciones que estaban o habían estado en guerra, como franceses y alemanes, o rusos y japoneses. Es difícil, dada además la coincidencia temporal entre estas crónicas y el célebre ensayo de Max Weber La ética protestante y el espíritu del capitalismo, no prestar atención a lo que el pensador alemán consideraría, años después, como el significado de la ciencia: independientemente de sus logros intrínsecos, su papel central en el desencantamiento del mundo radicaba en su contribución al proceso de intelectualización y secularización, consustancial a las sociedades y culturas modernas (Weber 2007 y 2003; Altamirano 470). En las crónicas dedicadas a reseñar el congreso o las visitas a personajes del mundo intelectual que Ingenieros concretó durante ese viaje, aparecen figuras de sacerdotes, con los cuales el diálogo es posible porque suspenden el dogma para interactuar en la discusión científica, lo cual los convierte en casos ejemplares que ilustran la caída de la hegemonía del paradigma religioso para regular la producción de conocimiento. Así, escenifica la llegada de un profesor y sacerdote al congreso, amparada en la tolerancia de los asistentes: “Entre un murmullo de simpatía general, que hace honor a la tolerancia de los congresistas, desfiló hacia la tribuna la silueta enjuta e inteligente del ilustre profesor Buillod, viejo sacerdote francés, que dirige en París una importante revista de filosofía” (Ingenieros, Las crónicas 38).

Los intelectuales de extracción religiosa tienen, quizás, su expresión más simpática en la figura del abate Peillaube. En la crónica que le dedica, Ingenieros desliza sus reservas acerca de la posibilidad de una conciliación sincera entre ciencia y religión, pero aprovecha la ocasión para reiterar su oposición a todos los fanatismos, incluso aquellos de signo laico o anticlerical.

Todo hombre que haya alcanzado la dicha de tener ideas en vez de opiniones, de matar la pasión con la sonrisa, huyendo desde la política hacia la filosofía, comprenderá que un abate ilustrado y risueño es preferible a un ateo ignorante y aburrido. Nuestro amigo Vaschide, psicólogo y experimentador de nota, creyó conveniente presentárnoslo en un almuerzo. […] Sonrisa primaveral y estilete certero, mucho de Juvenal, bastante de Renán y de Brunetiére, y hasta un poco de Voltaire, es el abate Peillaube. Cree ser católico y procede como si realmente lo fuese. Es profesor de psicología en la Universidad Católica y dirige la Revue de Philosophie; en ella se profundizan estudios de psicología científica, muchas veces experimentales, sin que el dogma trabe en manera alguna a la ciencia. Su tolerancia es completa; él cree porque debe creer, pero ello no le impide concebir que los demás no crean. ¿El estudio de la psicología positiva y experimental es conciliable con la fe religiosa? Aunque Peillaube lo asegura, nos cuesta creerlo. La fina dialéctica y la ilustración vasta permiten conciliar, aparentemente, cosas mucho más contradictorias. Pero la realidad se filtra por entre la dialéctica, como el agua marina por entre las tablas de un barco desvencijado; y resulta que la concordancia naufraga en un absurdo de relatividades, pues está hecha a expensas de jirones de fe y de ciencia. Sin embargo un Peillaube es preferible a un Combes, es más ilustrado y más ático; por lo menos no desayuna ateos ni cena librepensadores, como el otro frailes y monjas ( Las crónicas 199).7

La contracara de estos sacerdotes, meritorios por sus esfuerzos para debatir sobre filosofía en un terreno emancipado de la tutela religiosa se encuentra, nada menos, en la puesta en escena de la obsecuencia de los congresistas hacia Cesare Lombroso, figura estelar del congreso, cuyos seguidores son descriptos en términos que parodian el accionar de creyentes de una fe en decadencia:

La ‘escuela’ de Lombroso constituye un fenómeno interesante de psicología colectiva. El profesor de Turín es el símbolo convencional de un partido científico. Nadie cree en él sin reservas, ninguno comparte sus teorías sin beneficio de inventario; pero todos le llaman maestro, ilustre maestro, eminente maestro. La primera impresión que causa una tertulia de sus discípulos es desagradable: parece un comité de equívocos politiqueros, una asamblea de sacerdotes descreídos, un concilio de idólatras que ríen del fetiche ( Las crónicas 43).8

Por último, antes de abandonar esta crónica, detengámonos un momento en la equiparación del viaje de los científicos a Roma con una “peregrinación”. Tratándose de una crónica publicada en el ámbito hispanoamericano y en las páginas de La Nación, el término no podía menos que evocar el libro que su amigo Rubén Darío había publicado en 1901, titulado, precisamente, Peregrinaciones, con las crónicas de sus viajes a Francia e Italia enviadas al mismo periódico. En Darío, la palabra ‘peregrinación’ era empleada en reiteradas ocasiones, sobre todo en los párrafos del “Diario de Italia” dedicados a Roma y al Vaticano, destinos que aunaban los sentidos de la peregrinación religiosa, el viaje formativo a las capitales del arte y el itinerario turístico que se había tornado convencional.

Por lo visto hasta aquí, no podemos menos que advertir la perspicacia con que el joven cronista Ingenieros lee, en el espacio urbano múltiplemente connotado de Roma, las huellas de los distintos modos de producción cultural y de su asociación con liderazgos espirituales. Si en algún momento había sido el hombre de letras o el poeta el que se había consagrado como orientador moral en un mundo que se modernizaba y secularizaba, en el entre siglos XIX-XX era claramente la figura del científico la que parecía compendiar, simultáneamente, los roles de productor cultural y liderazgo espiritual.9 Como quedó dicho arriba, sería difícil negar que Ingenieros suscribía una visión estadual de la suplantación de los paradigmas mítico-religiosos por una visión del mundo secularizada, con la ciencia a la cabeza, pero también sería poco atento de nuestra parte no percibir en su escritura la atención que le prestaba a los residuos, las ruinas o las huellas de formaciones culturales en las cuales la religión había desempeñado un rol hegemónico.

III. Fanatismos de la razón

Esta visión analítica del orden sociocultural y las prácticas remanentes de paradigmas preseculares, a pesar de los esfuerzos de los programas de educación laica tendientes a la emancipación racional, se agudiza en otra crónica, fechada en París en setiembre de 1905 y publicada en La Nación el domingo 15 de octubre de 1905, titulada “Escapularios y eglantinas. Una manifestación anticlerical. Los fanáticos del ateísmo”.10 Allí Ingenieros reseña para el lector del periódico su observación de una manifestación anticlerical en Montmartre, a la que asiste con “un tomo de Renán y otro de Stirner debajo del brazo, como salvavidas seguros, antes de sumergirnos en la ola sectaria, la ola de mil cabezas” ( Las crónicas 157), y explica:

En Montmartre la tarde es de ‘revancha’, el 3 de septiembre. Los rojos han vencido a los negros y les ponen el pie sobre la nuca, tal como antes sintieron el pie enemigo. El vejamen es igualmente desagradable; tanto da inferirlo en nombre de la Inquisición como del Libre Pensamiento. Toda la animadversión del rebaño sectario converge esta vez hacia el Sacré Coeur, fortaleza de la grey enemiga. (Ingenieros, Las crónicas 157)

Todo ello porque en ese momento se iba a inaugurar, frente al Sacre Coeur, la maqueta de una estatua destinada a homenajear al caballero De la Barre, un joven de 18 años que había muerto torturado por la Inquisición en el siglo XVIII. Cabe aclarar que la estatua de ese entonces fue desmontada y fundida en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, aunque podemos apreciar su diseño gracias a la revista Je Sais Tout de agosto de 1905, que incluyó una imagen de la obra en su sección de notas misceláneas:

Je Sais Tout, Publications Pierre Lafitte, 1re Année, VIII, 15 Septembre 1905, sección “Lettres et Arts - Août 1905”, p. 149. Esta revista se coleccionaba y se encuadernaba con tapas duras que llevaban el subtítulo de Encyclopédie Mondiale.

El proyecto de emplazamiento de la estatua pretendía un desagravio póstumo para ese “mártir del Libre Pensamiento”, según la expresión que Ingenieros usa con ironía, porque a pesar de su anticlericalismo personal, repara en el hecho de que puede convertirse en un dogma contrario al libre pensamiento.

Los libres pensadores de hogaño no pueden resistir a la tentación de ser anticlericales; olvidan que siendo anti-cualquier-cosa, dejan de ser libres. El ultramontano y el anticlerical son dos manifestaciones homólogas del temperamento sectario. [...] La masa popular es la misma. Ayer marchaba contra la Casa del pueblo cantando el ‘Corazón santo, tú reinarás’; hoy marcha contra el Sacré Coeur cantando la ‘Carmañola’. […] El verdadero hombre libre no se complica en ninguna logia o partido, no busca el aplauso de ningún cenáculo o multitud. (Ingenieros, Las crónicas 158)

La autonomía de este sujeto, que no en vano se amparaba en el individualismo de corte stirneriano, se complejiza con una nueva versión de la diatriba de la época contra las multitudes.11 No podemos, en este punto, dejar de observar las profundas implicaciones, en la prosa de Ingenieros, entre la autonomía y autocontrol del sujeto y su capacidad de objetivar el mundo que lo rodea, algo que, como bien ha señalado Charles Taylor, es un rasgo propio del sujeto moderno.12 En frase sintética pero contundente, nuestro cronista nos dice: “El psicólogo mira y pasa. Una fe vale otra; dos fanatismos se equivalen” (Ingenieros, Las crónicas 158), y como muestra de ese autocontrol que tiene tanto de condición moral como de formación intelectual, resume para el lector de La Nación el proceso contra el caballero De la Barre, condenado en el siglo XVIII por no haberse inclinado ante el paso de una procesión religiosa. Por supuesto, garantiza su conocimiento del asunto diciendo que consultó previamente la información disponible en la Biblioteca Nacional de Francia, colocándose así en un lugar diferencial respecto un simple reporter, quien hubiese cubierto el tema como una noticia circunstancial. Ello demuestra, nuevamente, ese rasgo de la crónica doctrinal que bien claramente había explicado Ugarte: el de la distancia y reflexión respecto del acontecimiento tomado como disparador de la escritura, acontecimiento que también se convierte en espectáculo gracias a la mirada distante del cronista.13 Según la reseña de Ingenieros, la rehabilitación de la figura del joven De la Barre había tenido un defensor de peso en Voltaire, quien “contribuyó a la anulación del juicio, que se pronunció por decreto del 25 brumario del año II”, pero también advierte: “Para que no fallara la regla de que nada hay más parecido que dos pasiones contrarias, la rehabilitación de De la Barre preludió las atrocidades cometidas por los adoradores de la Diosa Razón. El Terror reemplazó a la Inquisición: la eglantina remontó a la altura del escapulario” (Ingenieros, Las crónicas 162).

El espacio urbano es, para el cronista, el ámbito para la práctica de una arqueología cultural en la que logra hacer visibles los ecos de temporalidades pasadas que han dejado su rastro material y simbólico en la constitución de los trazos de la ciudad, sus recorridos y sus usos sociales que, en casos como este, cumplen la función de “sustitutos de religión” (Gutiérrez Girardot 78). Así, las huellas de fanatismos contradictorios que marcaron los momentos históricos que fraguaron gran parte del ideario moderno, como la Revolución francesa, reaparecen bajo la sombra de la comparación con las peregrinaciones religiosas, en un pasaje donde el registro paródico colabora en una apreciación satírica de las motivaciones de turistas y viajeros:

De Bélgica han venido centenares de congresistas. Entre ellos descubrimos a dos estudiantes porteños domiciliados en Bruselas. No son anticlericales: el uno es violinista y el otro bachiller. Pero se adhirieron al congreso [anticlerical] para aprovechar la rebaja de precio en los pasajes: “por seis francos de Bruselas a París ¡ida y vuelta!” La misma rebaja que para las peregrinaciones a Lourdes. (Ingenieros, Las crónicas 159)

Otro ejemplo: “Las eglantinas valían un sueldo. Más baratas que los escapularios” (Ingenieros, Las crónicas 160), e incluso, más gráficamente: “Algunos liberales lloraban viendo las cadenas del infortunado joven; muchos besaban sus pies, con unción y respeto, místicamente, como besan los católicos el pie de San Pedro, en Roma” ( Las crónicas 164). Es decir, que Ingenieros pone en evidencia cómo se estaban reproduciendo, desde un ángulo pretendidamente secular, aspectos formales de una ceremonia religiosa o, en otros términos, cómo se representaba un mismo ritual, pero al servicio de la construcción de otro mito. Se trata, en definitiva, de uno de los problemas más recurrentes en el traspaso de la secularización, entendida como proyecto intelectual, a la dimensión de la praxis social (During 2).

Por último, nos interesa observar el rol que le concede esta crónica a la construcción periodística de los acontecimientos y el papel que juega la prensa en la difusión de las nuevas creencias y la reformulación de esos rituales tradicionales en el contexto de un mundo moderno y secular:

Después de los triples abrazos fraternales, a las 2 p.m., la columna comenzó a desfilar hacia el Sacré Coeur. “La Croix”, órgano católico, dice que eran mil; Le Temps, prudentísimo, concede tres mil; La Petite Republique, socialista, repunta hasta los diez mil; L’Action, anticlerical, transige discretamente en más de cincuenta mil… ¡Y hay quien niegue las ventajas de la libertad de imprenta! (Ingenieros, Las crónicas 160)

Ingenieros concluye su crónica reflexionando sobre la dificultad de hacer llegar los modos del pensamiento racional a las multitudes y señala el conflicto que se instala cuando módulos de pensamiento que pueden sostenerse en sectores minoritarios pretenden extenderse a las mayorías: “La multitud atea es análoga a la multitud mística. Ambas creen, ambas ignoran; ni la una ni la otra saben. Lo esencial es saber, no creer. En la boca de un ignorante igual valen la afirmación o la negación de Dios” (Ingenieros, Las crónicas 164).

Siempre dentro de su esquema de pensamiento evolutivo, a nuestro autor no se le escapa la función social de la religión. Por ejemplo, en la crónica cuyo objeto es la población negra de la isla de San Vicente, la ausencia de ideas religiosas es síntoma de un atraso en la escala evolutiva: “No tienen siquiera ideas religiosas, siendo éstas un índice de cultura entre los hombres de mentalidad inferior, incapaces de excluir o reemplazar las ideas religiosas por nociones científicas”.14 Pero ya en el contexto de las metrópolis europeas, el problema reaparece bajo otra modalidad, plena de matices contradictorios: cómo conciliar modos de pensar y actuar que tienen su origen y legitimación en ciertos sectores de la élite intelectual con el funcionamiento de sociedades democráticas donde debía darse cabida a las nuevas multitudes urbanas, que se estaban transformando en un incipiente público de masas gracias a la simultánea ampliación de su acceso al consumo cultural y al ejercicio de la ciudadanía, escolarización mediante. Frente a este panorama, el problema de la autonomía responsable del individuo era medular, y para Ingenieros era bastante evidente que los procesos institucionales de laicización, o la denominada privatización de la religión, no estaban colaborando necesariamente en el esperado proceso de emancipación ideológica de los sujetos modernos, imprescindible para la consolidación de sociedades genuinamente democráticas. En ese sentido, la crónica de Montmartre es bien ilustrativa: el ateísmo, que en la Ilustración había sido un fenómeno de minorías y por el cual había pagado tan caro el joven De la Barre, se distorsionaba grotescamente cuando pasaba a ser una creencia de mayorías, es decir, cuando pasaba de actitudes afines al agnosticismo a convertirse en un nuevo dogmatismo, y la prensa, el instrumento liberal por excelencia que debía garantizar la libre discusión, se tornaba, en consecuencia, un arma de doble filo.

IV. Palabras finales

Las páginas anteriores ilustran el esbozo, en estas crónicas de viaje, de preocupaciones que se tornarán medulares en libros posteriores de Ingenieros, como la búsqueda de un proyecto ético exento de toda remisión a la trascendencia en Hacia una moral sin dogmas .15 En ellas, hemos podido apreciar el registro de formas de sociabilidad y prácticas rituales residuales que tienen por escenario el espacio urbano y que evidencian las complejidades del proceso socio-cultural de la secularización. La figura del intelectual devenido en cronista y corresponsal, funciona como un intérprete, para el público del periódico La Nación en Buenos Aires, de las contradicciones producto del solapamiento de distintos momentos -para decirlo en una imagen cara al pensamiento de la época- de la evolución social. Como ha sido señalado en múltiples ocasiones, en especial desde los estudios de Oscar Terán, es la mirada medicalizada la que autoriza este ejercicio o análisis que el mismo Ingenieros denomina de “psicología colectiva”, y cuyo sujeto de observación puede ser el grupo humano que protagoniza una procesión anticlerical o una peregrinación científica.

Ya mencionamos líneas arriba que Ingenieros percibe y sopesa las huellas o resabios de distintos y sucesivos modelos de producción cultural y de liderazgo espiritual. De allí sus advertencias respecto de los riesgos inherentes a la apropiación por parte de cualquier “rebaño sectario” de formas rituales, prácticas de sociabilidad u otros modos de intervenir en el espacio urbano, que corren el riesgo de convertirse en “sustitutos de religión” (Gutiérrez Girardot). En sintonía con esto, también emerge como una preocupación central de estas crónicas el modo en que la supuesta autonomía del individuo propugnada por el acceso al conocimiento científico y el avance del libre pensamiento podía devenir en un nuevo fanatismo, muy similar en sus prácticas y rituales al derivado de las creencias religiosas o, lisa y llanamente, supersticiosas. Para decirlo en términos de Harvey Cox, el problema era cómo evitar que la secularización se calcificase en una ideología, la del secularismo (Cox IX).

Por ello, leer estas crónicas en el contexto de los libros nos puede hacer perder de vista la clase de publicidad que adquirían estas cuestiones al aparecer en las páginas de un periódico como La Nación, siempre atento a los procesos de modernización que, con destiempos -si se los miraba desde el paradigma europeo- se estaban produciendo en la región rioplatense y en relación con los cuales la secularización guardaba una relación estrecha. En definitiva, más allá del acontecimiento puntual que dio origen a cada una de estas crónicas, podemos ver cómo nuestro viajero procuraba desentrañar, en el escenario de las ciudades europeas que recorría, las señales de un proceso de modernización tan ansiado para su región de origen como temido en sus impredecibles derivaciones. Su mirada acerca de los problemas que hoy anudamos en torno del complejo concepto de secularización, especialmente de las tensiones que ese proceso había generado, dejaba al descubierto una serie de interrogantes y se convertía en la fuente de inquietantes descubrimientos.

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Notas al pie:
1

Palermo, Italia, 1877-Buenos Aires, Argentina, 1925. En la época en que escribió las crónicas que nos ocupan, todavía firmaba con su apellido no castellanizado: Ingegnieros.

2

Esos libros fueron Italia en la ciencia, en la vida y en el arte (Valencia, Sempere, 1906); Al margen de la ciencia (Buenos Aires, Lajouane, 1908); reeditado parcialmente, aunque con el mismo título, en Valencia y Madrid en 1909); Crónicas de viaje (Buenos Aires, Rosso, 1919). Para las diferencias entre ediciones y reimpresiones, pues hay variaciones entre todas ellas, remitimos a Fernández ( Hojas al pasar 14-15 y 22 y ss).

3

Aunque en la época se solapaban las funciones de los enviados especiales, con las de los corresponsales y los repórters viajeros, en líneas generales la figura del corresponsal “se constituyó a partir de la distancia geográfica desde donde este colaborador producía y enviaba sus artículos al diario que lo contrataba”. El nombre de corresponsales, en la prensa argentina del período, se usaba tanto para “las firmas literarias de renombre que enviaban correspondencias desde los centros metropolitanos de Europa” como para los “ignotos representantes de los diarios en las provincias argentinas, o los encargados de retransmitir telegráficamente las noticias europeas desde las ciudades portuarias de Río de Janeiro o Montevideo”. En consecuencia, en la prensa argentina de ese momento se podían distinguir dos clases de corresponsalías: “una, cultural, que fundaba su autoridad en el prestigio que precedía a los corresponsales en los círculos intelectuales fundamentalmente europeos; y otra noticiosa” (Servelli 33-34).

4

Al hablar de modernidad, pretendemos anudar un haz de vectores entre los cuales se destacan la clase de civilización engendrada por la revolución industrial, la generalización de la economía de mercado, la racionalidad instrumental, el crecimiento de la burocracia, la urbanización y la secularización (Löwy y Sayre 29).

5

Los distintos libros recogen siete crónicas más, pero no fue posible localizarlas en el diario. Véase Fernández, Hojas al pasar… 2012 24-30 para ordenar esta cuestión.

6

Es, además, la única de toda la serie acompañada por una importante fotografía de los asistentes al congreso de Psicología, que ocupa un tercio de la página, con Ingenieros en primera fila.

7

“Siluetas”, publicada en La Nación el 4 de febrero de 1906. En los libros en los que aparece este texto se incluye en la crónica titulada “Amigos y maestros”.

8

“Lombroso y los hombres pobres”, publicada en La Nación el 1 de julio de 1905, en los libros suele aparecer agrupada con las otras crónicas referidas al Congreso de Psicología.

9

Al decir de Paul Bénichou, fue precisamente en el momento del romanticismo, sobre todo en la vertiente del romanticismo social, cuando estos atributos quedaron asociados al escritor moderno. Con la expresión “la consagración del escritor” se refiere, precisamente, a su transformación en sacerdote de un poder espiritual y laico que dignificaba la tarea literaria al asignarle una misión social, al convertirse en guía moral para la humanidad en nombre de valores universales. Véanse los capítulos 1 y 4 en Bénichou 11-50, 73-134. Sobre este tema, también resulta de interés “El intelectual: genealogía histórica y social” (Charle 17-56).

10

Esta crónica aparece en Al margen de la ciencia con el título simplificado: “Los fanáticos del ateísmo”.

11

Si bien el individualismo de Ingenieros se opone a entidades como las agrupaciones o colectivos gregarios, no llega a los extremos antisociales del individualismo anarquista de Stirner, pues no hay una negación de toda forma de identificación supraindividual: por el contrario, en estas mismas crónicas se integra en algunas, como “la patria”. Véase el apartado “El único”, en Stirner (367-377). En cuanto a la Psicología de las multitudes (1895), de Gustave Le Bon, fue medular para el pensamiento del siglo XIX, momento en que el término “multitud” hacía referencia “a la clase proletaria emergente, a sus exigencias de participación política y ciudadana. Considerada como un agrupamiento irracional, atávico, guiado por la exacerbación de los sentimientos, encarnaría la negación de los principios democráticos y la libertad humana” (Ortiz 96). Este libro de Le Bon fue recreado y discutido en Las multitudes argentinas (1899), de José María Ramos Mejía, un libro subtitulado Un estudio de psicología colectiva, y cuyo propósito era oficiar como prólogo a otro volumen del mismo autor, Rosas y su tiempo. Ramos Mejía hablaba allí de “multitudes” o “muchedumbres” pero, lógicamente, no se refería a la clase proletaria producto de una revolución industrial, todavía incipiente en la región rioplatense, sino a las poblaciones rurales o de la periferia urbana que se habían afiliado a la causa de los caudillos federales. Este tema nos excede aquí, pero recordemos que, en ese libro, Ramos Mejía afirmaba, tomando distancia de su objeto de análisis: “como críticos no somos multitud” (Ramos Mejía 178). Vemos allí uno de los puntos de contacto en relación con el enfoque de los temas sociológicos, compartido con su discípulo Ingenieros.

12

En su estudio sobre los orígenes de la identidad moderna, Charles Taylor concluye que gran parte de las fuentes que constituyen la subjetividad propia del sujeto moderno son de orden moral -frente a otras interpretaciones que ponen el foco en el orden económico, la producción material o la naturaleza. La noción occidental y moderna del derecho subjetivo, tiene su eje en la naturalización de derechos como la vida y la libertad que, al decir de Taylor, implican la noción de autonomía del sujeto, entendiendo por autonomía su desvinculación respecto de un orden o autoridad superior, su emancipación de la naturaleza y su capacidad de objetivar el mundo que lo rodea. En la línea de pensadores como Friedrich Gogarten o Harvey Cox, Taylor considera que este proceso tiene sus orígenes en el pensamiento teológico cristiano y en los debates sobre el libre albedrío y la voluntad que se intensificaron en tiempos de la Reforma. Pero también, el principio de respeto universal e igualitario, solidario de una concepción moralmente autosuficiente del sujeto, se conecta estrechamente con el concepto moderno de ciencia, por el peso asignado a la razón instrumental y autorreflexiva, así como a la demanda de un compromiso de la voluntad al servicio de un mejoramiento de la condición de la humanidad. En el caso de Ingenieros, es indudable que suscribe la segunda vertiente, pues para él la ciencia es no sólo un saber sino una práctica que colabora en el fortalecimiento del laicismo, la racionalización de las actitudes y, en definitiva, la secularización cultural. En ese sentido, es heredero de la impronta emancipatoria del saber científico-técnico frente a la hegemonía de los paradigmas mítico-religiosos, una modulación de la historia cultural que se profundizó con la Ilustración del siglo XVIII, la ideología de Destutt de Tracy y el utilitarismo de Jeremy Bentham en el siglo XIX, alcanzó dimensiones significativas con el krausismo en España y el positivismo en Latinoamérica y nutrió diversos intentos de configurar una moral liberada de toda remisión a la trascendencia. Véase Taylor, especialmente 19-86, 103, 129-130, 196-197, 245, 275-286 y 526; Pastor; Terán; Fernández, José Ingenieros…, 73 y ss.

13

Notemos, de paso, lo que señala Pierre Nora acerca del tratamiento de los acontecimientos en la prensa, que son en sí mismos emergentes de un proceso de secularización cultural, pues equivalen, para las sociedades democráticas, a lo maravilloso de las sociedades tradicionales. Según este autor, este rasgo de la prensa moderna guarda relación con la producción del acontecimiento, tal como la requería la historiografía de corte positivista, que lo convertía en una forma de organizar la temporalidad. La prensa colaboró en transformar el acontecimiento para ponerlo en disponibilidad como objeto de consumo.

14

“San Vicente” en Ingenieros Las crónicas 24.

15

Este volumen reúne las charlas sobre Emerson y el eticismo que Ingenieros dictó en 1917 en la cátedra de “Ética” de Rodolfo Rivarola y que reescribió sobre una versión taquigráfica tomada por los alumnos. Vale la pena recordar que, al menos desde el romanticismo, el idealismo moral era susceptible de articularse con el reformismo social (Picard 19 y ss, 25 y ss).

Historial:
  • » Recibido: 06/11/2020
  • » Aceptado: 26/02/2021
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