Entre la repulsión y el deseo: dos relatos históricos de El Año Nuevo

Between Aversion and Desire: Two Historical Narratives of El Año Nuevo

Sección: Artículos de investigación
Sobre los autores:
  • F. J. Galván-Díaz 1
  • 1  El Colegio de San Luis .
Resumen

Durante el siglo XIX, las asociaciones y tertulias literarias fueron de gran relevancia, ya que en ellas se congregaron los escritores más importantes de la época quienes moldearon el campo cultural por casi toda la centuria. La primera asociación con consciencia de su labor fundadora de las letras mexicanas fue la Academia de Letrán, la cual coincidió con la intención de integrar a ‘México’ dentro de una ciudadanía reconocible. Así, los lateranistas compusieron relatos históricos con los que influyeron en el imaginario colectivo de la época. En este artículo, analizo Netzula (José María Lacunza) y “La batalla de Otumba” (Eulalio María Ortega), con el fin de identificar los parámetros literarios de rescate del pasado colectivo y su influencia en la formación de la identidad mexicana.

  • Palabras clave:
  • Netzula;
  • “La batalla de Otumba”;
  • relato histórico;
  • identidad colectiva;
  • El Año Nuevo.
Abstract

During the 19th century, the literary associations and meetings were of considerable relevance, since they congregated the most important writers of the time, who shaped the cultural field almost the entire century. The first association with knowledge of its founding role in Mexican literature was the Academia de Letrán, which coincided with the attempt of organizing ‘Mexico’ into a recognizable citizenship. Thus, the lateranistas composed historical narratives with which they influenced the collective imagination of the time. In this article, I analyze Netzula (José María Lacunza) and “La batalla de Otumba” (Eulalio María Ortega), to identify the literary parameters of the rescue of collective past and its influence on the formation of Mexican identity.

  • Keywords:
  • Netzula;
  • “La batalla de Otumba”;
  • historical narrative;
  • collective identity;
  • El Año Nuevo.

Tan innegable es que los procesos culturales influyen en la confirmación y fijación de comunidades como preponderante el papel de las manifestaciones artísticas durante procesos definitorios de lo propio. Probablemente, en la historia de las letras de América Latina no hay un periodo en el que la influencia de los intelectuales fuera tan trascendental como en gran parte del siglo XIX hasta el modernismo. Durante el proceso de consolidación de los Estados-nación, posterior a las independencias latinoamericanas, las élites intelectuales “además de intervenir directamente en la conducción de la política de sus países, participaron, mediante la producción de distintos discursos, en la proyección, organización, regimentación y justificación de la vida social, política, económica y cultural de las nuevas naciones” (Unzueta 16). En el caso de México, tal función se remite a las asociaciones literarias que nutren al campo cultural durante casi un siglo: en ellas tuvieron lugar las primeras producciones de los autores más relevantes del periodo, además de que modelaron el sistema de la literatura nacional, razón por la que congregaban a los escritores más relevantes de la época (Perales Ojeda 29). En estas instituciones -de solemnidad innata-1, se discutían no sólo los textos que producían sus miembros, los cuales, en el mejor de los casos, serían publicados en una revista, también se debatía en torno a temas de interés social y cultural (Colón 93).

El contexto de posguerra e integración de Estados-nación del primer tercio del siglo XIX fomenta que la entrada de las pautas artísticas del romanticismo coincida con los valores nacionalistas remanentes de los procesos de independencia; la corriente romántica encuentra un asidero fructífero para sus manifestaciones culturales (Miranda Cárabes 19). La supuesta emancipación no fue tal, sino que se generó una situación poscolonial, pues México siguió sometido al poder cultural, político y económico de potencias extranjeras, es decir, se renuncia a la herencia española, mas los latinoamericanos se adhieren a la influencia de nuevas metrópolis colonizadoras como Francia e Inglaterra (Grillo 36; Rama, Transculturación 11). Así, hacia 1836 nace la Academia de Letrán2, quizás el órgano más influyente de las letras mexicanas del periodo, primera muestra de una literatura nacional, ya que ésta “existe cuando hay una diversidad de personas manifestándose literariamente. Las expresiones aisladas son significativas, pero no fundadoras. Un proyecto común, nacional, es lo que origina y da lugar al nacimiento de una literatura” (Tola de Habich xxi).

Guillermo Prieto expone los pormenores de la fundación de esta asociación de literatura nacional. En sus palabras: “Una tarde de Junio de 1837, este deseo no se3 por qué tuvo mayores creces, y resolvimos valientemente establecernos en Academia que tuviera el nombre de nuestro colegio” (Prieto 166). El principal objetivo de la asociación era mexicanizar la literatura, mediante la integración de temas locales en formas literarias preexistentes. De igual manera, congregó, en sus distintas etapas, a los escritores más importantes de la primera mitad del XIX, y contó con la validación de figuras como Andrés Quintana Roo: “El nombre de Quintana Roo, que tal era nuestro visitante, fué pronunciado por todos los labios y por aclamación irresistible fué elegido nuestro presidente perpetuo” (Prieto 170). La trascendencia de los lateranistas radica en que constituyen el mito fundacional de las letras mexicanas, sin olvidar que responde a los imperativos artísticos e intelectuales del proyecto liberal4.

La Academia de Letrán se consolida como el punto de partida del campo literario mexicano, cuya primera versión acabada se dará hasta la aparición de El Renacimiento, después de la República Restaurada. Los proyectos historiográficos, críticos y periodísticos de Ignacio Manuel Altamirano “founded the Mexican literary field. He defined Mexican national identity through literature and literary criticism” (Barrera Enderle 169). No obstante, la operación política y artística que permite la emergencia del campo literario mexicano inicia con los proyectos, tanto liberales como conservadores, que buscan modelar las expresiones estéticas, así como formular un canon más o menos estable; esto desde el nacionalismo y con especial interés en los usos didácticos y doctrinarios que se asocian a la literatura. Ignacio Ramírez, miembro medular de la Academia, “embodied the fusion of a literary ideal with the insurgent ethos and actions. Ramírez was the first to act according to the ethics of literature” (Barrera Enderle 161). Esta postura convoca a los demás lateranistas a congregarse en torno a un quehacer literario definido, con lo que se demuestra la existencia de un campo literario, aunque precario, cuyo eje rector -por lo menos en el caso de los congregados en Letrán- será un nacionalismo de corte liberal5.

Los intelectuales decimonónicos no “sólo sirven a un poder, sino que también son dueños de un poder” (Rama, La ciudad 63): el ejercicio de los signos, desde la ciudad letrada, organiza la vida y norma a la comunidad a partir de las representaciones que justifican la realidad social y proponen cómo vivirla (67). Esta función del intelectual se enmarca en las tensiones nacionalistas posindependentistas, de ahí que la representación literaria de la época busque originar la imagen de una nación con una ciudadanía reconocible (Cornejo Polar, Escribir en el aire 76)6. Los debates en torno a la identidad influyen en las prácticas escriturales tanto a nivel de circulación de productos como de configuración de representaciones y tramas (Unzueta 13), ya que la literatura se mira como el medio por excelencia desde el que se transmiten los valores del conjunto (Colón 98). Ahora bien, un momento de crisis identitaria, como el que se atravesaba después de las guerras de independencia, requiere la definición del presente y del grupo congregado bajo el lema ‘México’ a través de la indagación en el pasado, por ende, varios productos narrativos recurrirían a un tema histórico bajo el precepto de que la literatura influía en la formación de ciudadanía y la novela era, para los románticos, el continente capaz de integrar todos los saberes del ser humano7.

Los discursos literarios del decimonónico anhelaban homogeneizar, formular pautas de quehacer literario y de representación con el fin de crear parámetros de identificación, pues el fenómeno aglutinador de la literatura nacional tiene sitio “cuando se hace imperioso imaginar una comunidad lo suficientemente integrada como para ser reconocida, y sobre todo para reconocerse, como nación independiente” (Cornejo Polar, Escribir en el aire 76). No hay arte desinteresado en la Hispanoamérica de la época, en cambio, se observa, por ejemplo, la manifestación de la dimensión crítico-social del discurso histórico que se funde con la ficción en los relatos que recurren a eventos pretéritos para definir las secuencias que condujeron al “actual estado de las cosas”, según los cuales se puede trazar una comunidad (Unzueta 31). En este marco -que coincide con la democratización de las letras nacionales mexicanas-8, aparecen los cuatro números de El Año Nuevo -producción no oficial de la Academia de Letrán- en ellos “es perceptible el afán por crear una idea de lo mexicano, señalar las virtudes, los valores y los problemas que compartían los habitantes del país recién independizado” (Nájera). Sin embargo, la meta del grupo no es fundar una nueva literatura, sino mexicanizar la existente; es decir, no deshacerse del sistema previo, más bien, mover su centro (Sandoval 44; Tola de Habich xxxv).

Entre los recursos a su disposición para lograr la pretensión lateranista se encuentra el indígena, como un objeto desconocido -desde la visión del grupo-, que sólo cobra relevancia en medida en que funcionaba como tema mexicano y elemento para mostrar su antiespañolismo (Tola de Habich lxiii). No resulta sorprendente, entonces, que la asociación recurra a la forma relato histórico para elaborar los pasajes programáticos con los que procuraría influir en la conformación de la identidad nacional. Entre los textos de este corte, se ubican Netzula, de José María Lacunza (1837), y “La batalla de Otumba”, de Eulalio María Ortega (1837), ambos publicados en la primera entrega de El Año Nuevo y que comparten el rasgo de elaborar, uno de manera más afortunada que el otro, eventos relativos al proceso de conquista de México. Estos textos habían sido tratados con anterioridad por Adriana Sandoval (2012). En su artículo, la investigadora indaga sobre los mecanismos de representación de los indígenas y cómo los autores los configuran desde una mirada occidentalizada, lo que deviene en una identificación entre criollos e indígenas. Así, se denuncia la barbarie española en el periodo de conquista al tiempo que se discute la legitimidad de su gobierno colonial, estableciendo un puente, una continuidad artificial entre los aztecas derrotados y los criollos independizados a través de un relato en el que la exaltación patriótica equivale a sentimentalismo. Mi propuesta dialoga de cerca con las consideraciones de Sandoval, no obstante, las características de estas narraciones, vinculadas a los aspectos materiales, artísticos y estéticos aludidos, me llevan a formular tres preguntas, en dirección complementaria a indagaciones previas, que resolveré a lo largo de este ensayo: ¿cuál es el papel de la forma ‘romance histórico’ para la configuración de la identidad compartida en el México posindependentista?; ¿cómo se representa el pasado indígena y cuál es su papel bajo la visión programática que los intelectuales del XIX tenían sobre la literatura?, y ¿cómo influyen estas representaciones en la consolidación de identidades nacionales si se piensa que la literatura decimonónica tenía especial relevancia en la construcción y justificación de mundos sociales?

Espejismo de Lukács: apuntes sobre el relato histórico mexicano

El siglo XIX en México puede dimensionarse como “un periodo regido por una forma de entender la literatura como una necesidad social y política -para educar e instruir, así como para fomentar una imagen más allá de las fronteras con México, a partir de dos revistas, principalmente: 1837, por El Año Nuevo y 1869, por El Renacimiento” (Chavarín González, “La novela histórica” 17-18). Esta idea sobre el deber ser de la literatura se funda en la Academia de Letrán y contamina las actividades de todo el siglo, dado que los miembros de esta primera asociación dominan el campo cultural durante gran parte de la centuria, por lo menos, hasta la llegada de los modernistas (Perales Ojeda 74)9. Luego, el asunto es mostrar a México a través de sus letras, lo que equivale a cooperar desde la producción cultural a las tensiones identitarias de la época; tal meta se consigue bajo el principio de la “mexicanización de los temas de la literatura europea, la adaptación de corrientes, a fin de apropiárselas” (Sandoval 45). La ciudadanía proyectada lleva la huella, en primer término, de la necesidad de incorporar formas universales a un campo cultural recién abierto y en proceso de definición, en segundo, de la inquietud de introducir en dichas estructuras los temas de corte nacional. La tradición del romance histórico en la región inicia con Xicoténcatl, de autor anónimo, publicado en 1826, en Filadelfia, por el editor Guillermo Stavelly. El texto narra el trayecto de Hernán Cortés, acompañado por personajes como la Malinche y Xicoténcatl, por Tlaxcala en su ruta para asediar y conquistar la ciudad de México-Tenochtitlán; el relato hace hincapié en que el sometimiento de los aztecas fue parte de tensiones políticas resultado de los descontentos de los pueblos asolados por el dominio mexica, desacreditando cualquier ingenio militar de los invasores. Esta y otras obras que se filian al género difieren por completo de la obra de Walter Scott (1771-1832), por lo menos, desde la visión programática y canónica de György Lukács10.

Para el filósofo húngaro, la intención de comprender la historia surge en contextos de afirmación nacionalista que influyen en la producción literaria, por lo que se opta por un producto como la ficción histórica (Lukács 22). Este se diseña desde un presente (Chavarín González, “La novela histórica” 32), que tiene un papel preponderante en los métodos con los que se rescata el pasado y la forma en que se representa tanto en lo que respecta al vehículo elegido para condensarlo como en los mecanismos narrativos y de construcción de sentido de los sucesos. Ahora bien, el relato histórico no combate a la historiografía, al contrario, llena sus vacíos, actúa como una propuesta sobre los espacios en blanco del quehacer del historiador (29). Hasta este punto, el planteamiento de Lukács parece sólido y relevante, sin embargo, la propuesta inicia su declive cuando afirma que el ángulo histórico de estas novelas debe mirar al historicismo desde una noción evolutiva (Lukács 16), es decir, el rescate de los procesos debe mostrar cambios de estado en sentido superacionista. György Lukács no teoriza sobre la ficción histórica, más bien, imprime un deber ser a sus formas, impone un objetivo que resulta imposible de cumplir en ciertos contextos históricos como el mexicano11.

Otro punto irreconciliable con los romances históricos locales radica en la presencia de un héroe mediocre12. Relatos como Netzula y “La batalla de Otumba” no muestran héroes mediocres más que en el sentido de su incapacidad para sortear los designios históricos; en ambos casos, la ficción no posee un personaje que comunique y simplifique, en resolución casi dialéctica, el conflicto histórico. Ahora bien, si se quiere ampliar el panorama, me remito a El inquisidor de México, de José Joaquín Pesado (1838) o La hija del oidor, de Ignacio Rodríguez Galván (1837), donde la no conciliación es con el pasado colonial13. La ausencia de un héroe mediocre en las narraciones históricas del primer romanticismo mexicano muestra una particularidad del vínculo que este grupo establece con el pasado14: no hay una conexión, el ánimo rupturista evita un puente. Los cambios sociohistóricos que animan el éxito de las narrativas de corte histórico, y su interpretación del pasado15, llevan como condición la anulación de huellas: se pretende instaurar una época nueva.

No obstante, estas ficciones negocian con el pasado desde la imaginación histórica lo que significa que hay una configuración semántica orientada por la memoria en la condensación narrativa (Perdomo Vanegas 17). Luego, muestran una posibilidad alegórica, dado que son discursos que recurren a técnicas literarias para mediar lo pretérito: “It is this mediative function that permits us to speak of historical narrative as an extended metaphor. As a symbolic structure, the historical narrative does not reproduce the events it describes; it tells us in what direction to think about the events with different emotional valences” (White 95). Con estas novelas, el autor “trata de dar su contribución a una versión de la Historia” (Grillo 21), para que los lectores la sumen a su nicho referencial; la relación se da desde instancias retóricas que brindan al producto cierta tendencia a la alegoría16, a lo que se adiciona que el presente que activa el pasado le imprime una carga ideológica y semántica (Unzueta 15-16). Ahora bien,

La fórmula “novela histórica”, que parece ser muy clara, puede ser vista, desde la perspectiva de la imagen que presenta, como un oxímoron. En efecto, el término “novela”, en una primera aproximación remite directamente, en la tradición occidental, a un orden de invención; “historia”, en la misma tradición, parece situarse en el orden de los hechos; la imagen, en consecuencia, se construye con dos elementos semánticos opuestos. (Jitrik, Historia e imaginación 9)

Parece haber una contradicción conceptual sobre la denominación de los relatos ficcionales-históricos. Sin embargo, la solución yace en que ambas modalidades discursivas -historia y ficción-histórica- parten de una relación con procesos de rememoración en los que la cualidad semántica de los eventos relatados y cómo se conjugan en un eje de significación es más importante que la posibilidad de verificarlos (cf. Halbwachs 2004). La ficción histórica compite en la pugna por el establecimiento de la historia desde su carácter artificial con el fin de contar una versión de los hechos con la que participa en el entramado definitorio del pasado colectivo al tiempo que incide en la integración de la identidad del grupo que la acepta y la lee como parte de su formación cultural. No obstante, “la novela histórica de la época romántica es un típico producto de una generalizada ansiedad por el presente” (Jitrik, El balcón 54), de esta suerte, la cualidad combinatoria del pasado y la calidad semántica no son elementos que los eventos posean en sí mismos, sino parte de una red teleológica que se imprime desde la actualidad que se desea significar. El pretérito recuperado por estas ficciones no se caracteriza por la calidad factual de los eventos o su relevancia, al contrario, adquiere valía según las posibilidades que los sujetos que lo activan hallan en él; dicho de otro modo, la novela histórica no se preocupa por la fidelidad con los sucesos, sino por su utilidad en el momento de la producción (Perdomo Vanegas 20)17.

La novela histórica se liga de manera particular al contexto, al grado de que depende de él (Chavarín González, La literatura 21), pues define tanto el pasado a convertir en tema de escritura como la manera en que se recrea mediante técnicas literarias. En el XIX mexicano, hay dos variantes de la novela histórica, marcadas por la influencia extratextual: la primera busca integrar a la literatura nacional y tiene un carácter doctrinario; la segunda -que aparece tras la restauración de la República en 1867- guarda una función doctrinaria (Algaba Martínez 190). Respecto a la primera, hay una imposibilidad del modelo de Walter Scott puesto que no existe un marco celebratorio burgués propio de la modernidad capitalista, asimismo, la ficción histórica en América Latina no distingue lo histórico de lo sentimental, al contrario, los funde (Sommer 41 y 43)18, por lo que, como convención genérica, se escriben productos en demasía empalagosos. La etapa posindependentista se asume como un punto dislocado que no se comunica con temporalidades anteriores; se piensa como una negación y no tiende puente alguno (Jitrik, El balcón 55). De ahí que los primeros romances históricos censuren su pasado, lo anulen en beneficio de una narrativa diferenciadora que justifique la segregación de lo prehispánico y lo colonial por el carácter pútrido, atemporal, de ambos periodos.

Ahora bien, opto por llamar a los discursos narrativos que comunican a la historia y a la ficción romances históricos. El romance es una historia de amor; asimismo, es un género que privilegia su carácter alegórico como elemento diferenciador de los procesos retóricos de la novela convencional (Sommer 22), ambas características presentes en Netzula -y, en menor medida, en “La batalla de Otumba”-. Igualmente, el género novela no es un signo fijo, sino una construcción temporal con la que se agrupan distintos modelos novelescos; así, el término ‘novela’ alude al continente dominante en coordenadas específicas, para el caso del XIX, el romance (Unzueta 71). Como elemento adicional, “el romance participa de un régimen institucional y político de producción de la verdad” (Unzueta 76), distintiva propia de la ficción histórica programática del primer romanticismo mexicano. Finalmente, el término romance histórico se puede matizar aún más bajo el entendido de que las piezas de este género en El Año Nuevo, de 1837, son ensayos, pues se describen como exploración y antecedente para piezas más acabadas que aparecerán, por ejemplo, en El Renacimiento (Chavarín González, “La novela histórica” 29-30); de esta suerte, opto por el término “ensayo de romance histórico” para denominar a Netzula. En contrapunto, pese al amplio rango del término romance, elijo llamar a “La batalla de Otumba” relato histórico, dado que su extensión y configuración artificial la acercan más al cuento que al romance.

Sobre batallas perdidas: representación en Netzula y “La batalla de Otumba”

Los saberes y marcos conceptuales dependen de la época en que se inscriben, no son un estatuto fijo, sino uno variable. Lo mismo ocurre en relación con la representación literaria, su carácter no es monolítico, al contrario, lo influencian aspectos contextuales como el entramado ideológico, las condiciones sociales y epistémicas, la economía, el desarrollo político, entre otros. Tal condición despliega dos líneas simultáneas: por un lado, aunque en diferentes coordenadas se represente al mismo sujeto u objeto, no siempre se le asignan las mismas cualidades ni ocupa el mismo papel dentro de la red simbólica -desprendida del sistema social- que alimenta la representación; por otro, tratar las características y mecanismos de representación permite vincular a la literatura con entramados culturales de orden superior, con el fin -quizá demasiado optimista- de verificar cómo se comportan los sistemas compartidos con sujetos u objetos específicos, es decir, discutir sobre el papel que se les asigna en los imaginarios conjuntos, pues todo proceso de representación encarna uno de interpretación (cf. Auerbach).

Es una creencia difundida que el carácter antihispanista de la Academia de Letrán los condujo a buscar en lo náhuatl una raíz para formar su ciudadanía (Campos 13; Tola de Habich lxiii), pues encontraban en este grupo -aunque sólo en la idealización de los pueblos conquistados, la cual era diametralmente opuesta a la idea sobre sus descendientes- un elemento único de México, distintivo de otras latitudes (Colón 99). No obstante, hay que ponderar que no todos los miembros de la Academia de Letrán eran antihispanistas, por ejemplo, Ignacio Rodríguez Galván pensaba que la influencia de Francia y las potencias anglófonas era más perjudicial que los nexos con España (Campos 10-12). Entonces, en la vertiente antihispanista, “entre el rescate de la tradición indígena y la expresión de rechazo a todo lo que tuviera que ver con España y lo español, [es] que vio la luz Netzula, obra de José María Lacunza” (Ruiz Islas 7) y “La batalla de Otumba”, de Eulalio María Ortega.

Las historias de Lacunza y Ortega comparten deixis espacio-temporal, a saber, la meseta central mexicana durante los enfrentamientos de la conquista, entre 1519 y 1521. En Netzula se narran los amores desafortunados entre Netzula, hija de un celebrado militar náhuatl retirado, y Oxfeler, guerrero azteca que lucha contra los invasores españoles. El idilio se encuentra condenado desde el inicio. Ellos se atraen; sin embargo, su unión se retrasa debido a que intentan cumplir con el matrimonio que sus padres arreglan, sin saber que el convenio validaba sus deseos. Asimismo, la guerra con los peninsulares se sobrepone a los intereses sentimentales de ambos protagonistas, quienes acaban asesinados por los conquistadores. Ahora bien, en “La batalla de Otumba”, se cuenta la historia de Cihuacatzin, guerrero azteca hijo de Cualpopoca, quien trata de sobreponerse a los designios del dios Huitzilopochtli que anticipa la derrota de los mexicas en Otumba debido a su soberbia, a manos del invasor español. El enfrentamiento parece favorecer a los locales, no obstante, el designio fatal se cumple: la muerte del estandarte provoca la confusión del ejército mexica que cede su posición, pierde frente a las fuerzas de Cortés; la voluntad de los dioses se demuestra irrefutable.

Se ha intentado establecer el carácter indigenista de estos relatos, en especial, de Netzula (Campos 13; Tola de Habich xxxviii), sin embargo, hablar de indigenismo en el México del primer tercio del siglo XIX es imposible. El indigenismo se caracteriza por recurrir al indígena -en su condición de desplazado por los procesos de modernización- para caracterizarlo como rostro de una lucha compartida, por lo que, estas ficciones le asignan un lugar de sujeto; también, se vincula con la influencia de José Carlos Mariátegui (1894-1930) y el grupo de Amauta, además de la vanguardia social de las primeras décadas del siglo XX (Alemany Bay; Cornejo Polar “El indigenismo”; Cornejo Polar Escribir en el aire ; Rama, Transculturación ; Rodríguez-Luis). De esta suerte, tildar de indigenistas a piezas del primer número de El Año Nuevo no sólo es cuestionable, sino una risible necedad que impide la comprensión de los relatos históricos compuestos por el grupo de la Academia de Letrán.

Ambos relatos ubican al indígena como objeto de la lucha de un tercero, ya que, desde las vejaciones que sufrieron durante la conquista y colonización, se diseña la barbarie de los españoles (Iliades 59), la cual se prolonga hasta convertir en su receptáculo a los criollos19, por ello, el indígena no es un sujeto, se le dibuja como un instrumento para la denuncia. Las condiciones epistémicas, la ausencia de una vanguardia social motivada por las promesas revolucionarias del marxismo -vale la pena, para reforzar el argumento, señalar que el discurso privilegiado en el México decimonónico fue el positivismo- truncan la posibilidad de una ficción indigenista en el primer tercio del siglo XIX. Como último elemento, estas narraciones tienen una imposibilidad al respecto por defecto: la visión objetivada e idealista del indígena lo distorsiona (Alemany Bay 86-87), entonces, hay una dislocación entre los indígenas de la ficción -anulados durante el proceso de conquista- y los indígenas que en 1837 pueblan a México. El imaginario bifurca la noción de “indígena”, construye una falacia histórica en la que hasta 1521 este era valiente, poderoso, digno -imagen que, además, se considera auténtica-. Al mismo tiempo, integra una visión secundaria: los indígenas que continúan tras 1521 difieren de los primeros, con lo que se legitima su dominio (Iliades 59). Esta modalidad de representación se halla en Netzula y en “La batalla de Otumba”20.

No obstante, sus grados de relación con lo histórico se distinguen por las fuentes y la referencialidad21. El asunto con Netzula inicia en que los nombres de los personajes no tienen una raíz en lengua náhuatl (Sandoval 47, n. 8)22, la apropiación de las posibilidades expresivas de este idioma por parte de Lacunza se traduce en una acción que se explica dentro del horizonte en el que elaborar al otro desde nosotros forma parte de una afrenta colonializante (Cornejo Polar, Escribir en el aire 12)23. También constituye el inicio de una operación nominalizadora en la que el discurso representa a los objetos a la vez que los forma (Foucault 68; Žižek 149).

La operación conceptualizadora parte de la caracterización de los guerreros, se les divide en dos grupos, los jóvenes y los viejos. El mayor representante de los primeros es Oxfeler, quien es descrito como un hombre prominente y majestuoso que persigue la gloria en el campo de batalla: “mañana buscarémos la muerte en las armas del enemigo: el lugar que ocupe nuestro cuerpo tendido por los campos será cubierto de gloria” (Lacunza 28), además de dominado por sus pasiones, esto se trasluce en la secuencia en que, frente a la negativa de Netzula, decide marchar a la guerra con la intención de morir en batalla. En oposición, se levantan los combatientes viejos, distinguidos por la reclusión debido a la inutilidad de sus cuerpos para servir en el enfrentamiento. Se les construye con un mecanismo que contrapone su pasado glorioso a la miseria de su vejez: “Ixtlou [padre de Netzula] en otro tiempo terror del enemigo en los combates, se habia retirado a la cueva de la montaña, porque no queria presenciar la esclavitud de su patria. Allí esperaba la muerte, i la muerte debia ser el escudo que le librase de la furia del vencedor” (Lacunza 15). Aparte de que en estas líneas se caracteriza al anciano como un eslabón débil que ve su mundo sumirse en el desentendimiento, se deja en claro que esa raza, los altivos guerreros, morirán en la batalla. El narrador da un pequeño gesto proléptico, anticipa la “furia del vencedor” y la “esclavitud de su patria” a las que opone la muerte como escape. La operación descriptiva, en consonancia con la bifurcación del indígena, implica una discontinuidad: los loables mesoaméricanos perecerán en la batalla, mientras que sus herederos, una estirpe secundaria y menos privilegiada, colmarán la tierra durante el dominio español.

En “La batalla de Otumba” hay un proceso similar con el agregado de que la construcción del guerrero indígena se realiza según oposiciones con el invasor español. Cihuacatzin -hijo de Cualpopoca- dice: “Cortés probará mañana que los pechos desnudos de los mejicanos, pero animados por el amor de la patria i la religión, se lanzan a la muerte sin temor, protegidos por la justicia y defendidos por los dioses” (Ortega 180-181). Frente a los aceros y las armaduras españoles, el guerrero local no posee más que su cuerpo cubierto por la tradición; su honor, más que sus herramientas, lo hará triunfar. Luego, la profecía de Huitzilopochtli adquiere un sentido más profundo, él pronostica la derrota de los locales: “Ciuacatzin, mañana será subyugada tu patria: sus crímenes han escitado la cólera de los dioses: no son ya los mejicanos aquellos guerreros que siendo todas sus riquezas la macana i el arco subyugaron a cien naciones” (Ortega 183), ante al abandono de los dioses, se hallan desamparados, a sus cuerpos ya no los cubre la armadura de la bendición divina, marcharán desnudos delante de los invasores; a eso se adiciona que: “Enriquecidos con los tributos de las esclavizadas [se refiere a las tribus], afeminados i sumergidos en los vicios, no derraman más sangre que la de víctimas indefensas” (Ortega 183), así, la justicia que antes prometía a su lucha un buen término los lanza de costado. La conquista y la derrota de los pueblos originarios se elabora como un motivo necesario, justo e inevitable en el orden teleológico implantado desde los núcleos modernizadores occidentales; el signo despreciable de este proceso es la presencia española, su barbarie, no la empresa colonizadora en sí.

El invasor se dibuja desde el rechazo, equivalen a vulgares carroñeros: “La tierra está cubierta de cadáveres; las aves de rapiña vuelan alrededor del campo esperando el tiempo oportuno de hacer su presa, pues actualmente está entregado a la codicia de los españoles” (Ortega 187), con esta imagen se reafirma que el estatuto despreciable no es colonización, sino sus ejecutantes egoístas. El desprecio se rearticula, el español no es juzgado por conquistar, pero sí por valerse de un proceso histórico de carácter evolutivo para sacar ventaja. Los peninsulares son invasores, su caracterización suma una adjetivación, son “bárbaros invasores” (Ortega 186), el describirlos así los diferencia de otros colonizadores -como para el narrador de “La batalla de Otumba” alguna vez lo fueron los aztecas-, su batalla, en primera instancia justa, se contamina por el salvajismo de su codicia.

El contraste se evidencia con mayor detenimiento a la escena de preparación de la batalla: por un lado, junto a Cihuacatzin, “marchan millones de hombres que palpitan de gozo al ir a combatir a los bárbaros invasores de un país cuyo único crimen era ser el más privilegiado de la naturaleza” (Ortega 186), estas líneas indican que si bien la presencia española es necesaria para hacer pagar los crímenes del imperio azteca, esta finalidad se ve afectada por las singularidades de los intrusos, quienes se aprovechan la riqueza de las tierras para satisfacerse, con lo que reniegan de su función teleológica; por otro, los españoles “marchaban pausadamente a colocarse bajo sus banderas, como criminales conducidos al suplicio: i su gefe revolvia en la mente todos los recursos de su ingenio para salir del dificil paso en que lo habia colocado su temeridad” (Ortega 186-187), los “crímenes” de los “mejicanos” aludidos por Huitzilopochtli no son suficientes para su degradación frente a quienes los guerrean, sin embargo, estos tienen a su favor el aspecto progresista de la historia, son la violencia purificadora que acabará con el exceso de los locales y traerá la modernidad.

En Netzula, en cambio, no hay una caracterización directa del enemigo, se le construye como una presencia espectral que acecha a los protagonistas y lleva al límite cada una de sus vivencias debido a la constante amenaza. Entre las pocas descripciones directas, se encuentra el siguiente símil: “[l]os hijos de la España se han estendido por los campos de Anáhuac, como la tormenta que cruza por el cielo inmenso” (Lacunza 36). En este enunciado hay dos comparaciones, por un lado, los españoles corresponden a una “tormenta” que colma el campo del valle de Anáhuac, por otra, este es un “cielo inmenso”. La visión de Lacunza confía en el proyecto historicista y en la necesidad de la conquista, sin embargo, mira a los peninsulares como una tormenta que diezmará a la comunidad local; su presencia en el Nuevo Mundo es un ensombrecimiento de la realidad originaria. El pesimismo de los personajes, sumado a los constantes guiños del narrador -además del conocimiento de los lectores sobre el final de este suceso-, impiden que el final sea sorprendente:

El héroe espira en los brazos de Netzula. Pues que no he podido acompañarte en mi vida, esclama esta, te seguiré a lo menos al sepulcro. Procura incorporarse: en vano; toda su fuerza la ha abandonado: los españoles llegan en ese instante: su espada completa la destruccion de la batalla: los deseos de Netzula están cumplidos: su sangre se ha mezclado con la del gefe de Anáhuac. (Lacunza 52)

Nadie escapa a la barbarie española que lo consume todo. Los europeos ciegan de manera doble idilio de los personajes -suspendido por el juego de máscaras y deseos encontrados del que participan debido al sentimentalismo romántico que inspira a Lacunza-: erradican al héroe continuador de la estirpe valerosa indígena y a la madre potencial que daría pie a la continuidad del linaje. En “La batalla de Otumba” el proceso es distinto, el triunfador se da por un accidente histórico: “[d]e improviso se oye un sordo murmullo, i huyen los mejicanos como perseguidos por espíritus maléficos, i los españoles que poco ántes esperaban su total esterminio, se ven dueños de la victoria y de los despojos de los vencidos” (Ortega 187), la profecía se cumple, los “mejicanos” ya no tienen sitio en este mundo, como deja claro Cihuacatzin, sólo les queda perseguir a sus vejadores en la muerte.

El final es simple y demoledor: el término de la civilización indígena por el yugo español. Sin embargo, elevar estas obras a defensa de los indígenas impide una lectura simbólica que trasciende la falacia de asociación criolla-náhuatl. En ambas ficciones, hay amores, los protagonistas tienen promesas de matrimonio y familia; tales se ven envueltas en los sucesos históricos de la conquista y anuladas por la muerte de los personajes. Son asesinados los guerreros más valerosos, los dignos hijos de los pueblos originarios, también la “hermosa de Anáhuac” (Lacunza 49); es decir, fallecen tanto el continuador masculino de la estirpe idealizada como la continuadora femenina. En este gesto aniquilador, a nivel alegórico, se halla la cancelación del mundo contingente indígena, la anulación de los sujetos apreciables que poblaron esta temporalidad idílica y que no son iguales a los que conviven con Lacunza y Ortega.

El pasado no es un motivo de rescate e identificación: no hay posibilidad de asociarse con el mundo originario porque fue aniquilado; la recuperación de estos sujetos y su entorno se reduce a una función negacionista de la raíz autóctona a la par que los fundadores criollos de México se separan de la barbarie peninsular; así, decretan tanto la ilegitimidad de lo indígena como de lo español para dar sitio a una identidad criolla, en adelante mexicana, atemporal y fundada en el principio de la superación. Incluso, se dibuja un vaciamiento semántico de la voz ‘mejicano’. El primer referente, los nahuas desaparecen en la pugna histórica, por lo que ‘mejicano’ se convierte en una palabra con ausencia de significado. El significante, en la apropiación programática del pasado, pasa a referir a los criollos quienes, en un movimiento simbólico, legitiman su dominio territorial, pues se transformaron en ‘mejicanos’, al tiempo que sustituyen una identidad arcaica para fundar una nueva estirpe, una nación moderna.

La interpretación de la historia en ambas novelas influye en la construcción de un México sin herencias. Asimismo, la operación descriptiva y la resolución narrativa con la que se distingue a los tipos de indígenas justifica tanto el predominio y justicia de los procesos de colonización y conquista como continuar el modelo de segregación ya que estos grupos subalternos, a causa de distintos procesos sociales y políticos a lo largo de la historia, se construyen como opositores a la modernización y a la globalización.

Asimismo,

El pasado existe a medida que es incluido, que entra (en) la sincrónica red del significante -es decir, a medida que es simbolizado en el tejido de la memoria histórica- y por eso estamos todo el tiempo “reescribiendo la historia”, dando retroactivamente a los elementos su peso simbólico incluyéndolos en nuevos tejidos - es esta elaboración la que decide retroactivamente lo que “habrán sido”. (Žižek 89)

Por lo tanto, la operación de rescate con la que se funda el tratamiento de los pueblos originarios en las letras nacionales no busca hacer justicia al grupo, sino a quienes lo recuperan con afán homogeneizador: los criollos letrados. La caracterización del pasado se hace desde el estatuto intelectual que aspiraba a la burguesía y a la movilidad social por medio de una posición aceptable en el sistema cultural, luego, su versión sobre el otro equivale a la apropiación colonialista de un pasado que no les pertenece, pero que es necesario en las tensiones de la conformación nacional para definir al ciudadano mexicano24. Como lo muestran Netzula y “La batalla de Otumba”, el tema indígena tiene una especial relevancia en esta condensación heterogénea, pues muestra tanto la barbarie española como la incapacidad civilizatoria de los locales según la noción totalizadora lateranista.

Varios Méxicos, un futuro: suerte de cierre

La imaginación histórica es la condición de toda elaboración de discurso histórico; se caracteriza por privilegiar mecanismos retóricos en la constitución de un continente narrativo que sirva para representar aspectos relevantes del pasado, por ende, hay una lectura alegórica de estos materiales dada su condición de metáfora extendida según Hayden White. Asimismo, los sitios en blanco producidos por la proyección de una narrativa histórica se traducen en huecos en los que se pueden incluir versiones otras, formulaciones a contracorriente de elementos del pasado que ya habían sido tratados por la Historia. Muchas veces, estas otras elaboraciones, suelen oponerse al discurso histórico puesto que mientras que el segundo nace de mano de los vencedores del proceso, las primeras dialogan desde puntos en conflicto. Sin embargo, este no es el único mecanismo con el que se negocia con la historia, también ocurre en contextos fundacionales en los que aún no se define la narrativa compartida.

México atravesó un contexto singular durante gran parte del siglo XIX. La guerra de independencia derivó en una situación en la que lo más importante era la diferenciación de prácticas culturales, científicas, políticas y sociales de las de otros países, en especial, las de España, nación con la que se jugaba la emancipación. La época se distingue por la búsqueda de una identidad nacional aglutinante capaz homogeneizar los estratos del país en gesta, pretensión totalizadora influenciada por las metas de la modernidad burguesa según los modelos de las potencias anglo y francoparlantes. Luego, de un lado, los romances históricos aparecen en un periodo de articulación de lo propio; de otro, se hallan en conflicto con lo europeo, son un intento de contar el proceso histórico desde la periferia para justificar la independencia. El relato histórico tiene una importancia primordial en la configuración de la identidad compartida del México posindependentista porque ayuda a la definición de los elementos que integran lo mexicano; establece los parámetros representacionales del imaginario compartido, por ello, estas aproximaciones iniciales juegan un papel fundamental: en su carácter fundacional, proveen esquemas de caracterización de sujetos y objetos locales.

Para el romance histórico anterior a la República Restaurada -en la que hay un cambio de signo puesto que la relación con el pasado ya se puede estructurar desde el marco progresista-burgués- tendrán especial importancia los periodos prehispánico, de la conquista y zxxcolonial según la negociación con ellos, se asignará retroactivamente su valor para las tensiones comunicativas de la identidad nacional, al tiempo que, en sincronía, el contraste ayudará a consolidar el nuevo periodo. Representaciones como Netzula y “La batalla de Otumba”, que recrean la guerra de conquista, son de especial importancia, a causa de que remiten tanto al pasado indígena como al español.

Lo español se toma como signo de la barbarie, sin embargo, es una barbarie necesaria, ya que el estatuto civilizatorio de las comunidades autóctonas es incompatible con el sentido progresista de la historia. Se inaugura una visión programática de lo peninsular y lo local. Por una parte, lo español equivale a violación: si bien en los dos relatos históricos tratados el objeto de brutalidad es el indígena, sirve sólo como pretexto para tratar la experiencia criolla en su subordinación a la península. Los españoles se posicionan como elementos necesarios que ingresan a un sistema para regular los quiebres y los límites de una civilización; no obstante, su ambición los incapacita para llevar a cabo esta tarea eminentemente occidental. Por otra parte, los indígenas llegaron al límite de su sistema, lo saturaron, por lo que la violencia civilizatoria se vuelve necesaria para reorganizar un mundo de excesos. En este gesto regulador se enraíza la muerte de los indígenas, por lo menos, de los valerosos: el asesinato de Netzula y Oxfeler representa la imposibilidad de continuar un linaje local con valor positivo, por lo que se distingue entre los indígenas exterminados -los loables y dignos- y los que permanecieron -hacia los que la injusticia es aceptable. El mecanismo nominalizador de ‘mejicano’ encarna un movimiento de referente. A causa de la aniquilación, la voz carece de significado, por lo que se le asigna uno nuevo. Los criollos, en tránsito simbólico, se congregan en el significante ‘mejicano’, con lo que afianzan una identidad colectiva.

Las ficciones tratadas tienen un papel relevante en la consolidación de la identidad nacional puesto que, primero, justifican la empresa de la conquista y colonización -con ello, en efecto dominó, la primicia occidental en el Nuevo Mundo que ahora será detentada por los criollos-; segundo, elimina al indígena de la ecuación, y, tercero, otorga al criollo el estatuto de ‘mejicano’. Actitudes que se unen en la tendencia rupturista motivada por los procesos de independencia; de igual manera, constituyen el desapego absoluto hacia los pasados que supuestamente confluyen en lo mexicano. La negación implicaría colocar al nuevo ciudadano en una posición marginal, ya que carece de una raíz, se disloca de un sistema de progresiones históricas: su identidad parte de un presente que rompe con los eventos que condujeron a él. Sin embargo, esto no es lo percibido por la visión celebratoria lateranista, al contrario, ellos asocian al quiebre el signo preclaro que daría pie a su comunidad. Finalmente, Netzula y “La batalla de Otumba” no son ficciones de orden indigenista -como proponen Fernando Tola de Habich y Marco Antonio Campos- porque contribuyen a la visión moderna que desplaza a estos sujetos -incluso los mira como objetos- en beneficio del orden progresista impuesto desde potencias occidentales con lo que se acentúa la condición poscolonial de México.

Obras citadas

Alemany Bay, Carmen. “La narrativa sobre el indígena en América Latina. Fases, entrecruzamientos, derivaciones”. Acta Literaria, núm. 47, 2013, pp. 85-99.

Algaba Martínez, Leticia. “El prólogo y su función en dos novelas históricas mexicanas del siglo XIX”. RILCE. Revista de Filología Hispánica, vol. 21, núm. 2, 2005, pp. 189-203.

Anderson, Benedict. Imagined Communities. Reflections on the Origin and the Spread of Nationalism. Verso, 2006.

Auerbach, Erich. Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental. Posfacio de Edward Said, traducido por Ignacio Villanueva y Eugenio Ímaz, Fondo de Cultura Económica, 2017.

Barrera Enderle, Víctor. “The Emergence of the Mexican Literary Field”. A History of Mexican Literature, editado por Ignacio Sánchez Prado, Anna M. Nogar y José Ramón Ruisánchez, Cambridge University Press, 2006, pp. 158-170.

Campos, Marco Antonio. La Academia de Letrán. Universidad Nacional Autónoma de México, 2004.

Chavarín González, Marco Antonio. La literatura como arma ideológica: dos novelas de Vicente Riva Palacio. Tierra Adentro, 2007.

">Chavarín González, Marco Antonio. “La novela histórica en El Año Nuevo y El Renacimiento”. De El Año Nuevo a Ulises. La literatura mexicana en la prensa del siglo XIX y principios del XX, editado por Marco Antonio Chavarín González, El Colegio de San Luis, 2017, pp. 17-34.

Colón, Cecilia. “La construcción de la literatura nacional”. Fuentes Humanísticas, núm. 38, 2009, pp. 93-100.

Cornejo Polar, Antonio. “El indigenismo y las literaturas heterogéneas: su doble estatuto socio-cultural”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, núm. 7-8, 1978, pp. 7-21.

Cornejo Polar, Antonio. Escribir en el aire. Ensayos sobre la heterogeneidad socio-cultural en las literaturas andinas. 2ª ed., prólogo de Mabel Moraña, Latinoamericana, 2011.

Foucault, Michel. La arqueología del saber, traducido por Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, 2018.

Grillo, Rosa María. Escribir la historia: descubrimiento y conquista en la novela histórica de los siglos XIX y XX, Cuadernos de América sin Nombre, 2010.

Halbwachs, Maurice. La memoria colectiva. Traducido por Inés Sancho-Arroyo, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2004.

Iliades, Carlos. “Las revistas literarias y la recepción de las ideas en el siglo XIX”. Historias, núm. 57, 2004, pp. 51-64.

Jitrik, Noé. El balcón barroco. Universidad Nacional Autónoma de México, 1988.

Jitrik, Noé. Historia e imaginación. Las posibilidades de un género. Biblios, 1995.

Lacunza, José María. Netzula, El Año Nuevo de 1837. Presente amistoso, Librería de Galván, 1837, pp. 15-52.

Lukács, György. La novela histórica. Traducido por Jasmín Reuter, ERA, 1966.

Martínez, José Luis. “México en busca de su expresión”. Historia general de México . Volumen II, editado por Daniel Cosío Villegas, El Colegio de México, 1994, pp. 1017-1071.

Miranda Cárabes, Cecilia. “Estudio preliminar”. La novela corta en el primer romanticismo mexicano, editado por Cecilia Miranda Cárabes, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998, pp. 7-51.

Nájera Martínez, Gabriela. “La conformación de la identidad mexicana en ‘La batalla de Otumba’ de Eulalio M. Ortega”. Literatura y prensa periódica en México a través del siglo XIX y principios del XX, editado por Marco Antonio Chavarín González, El Colegio de San Luis, sf., sp. En prensa.

Ortega, Eulalio María. “La batalla de Otumba”. El Año Nuevo de 1837. Presente amistoso. Librería de Galván, 1937, 180-188.

Perales Ojeda, Alicia. Las asociaciones literarias mexicanas. 2ª ed., Universidad Nacional Autónoma de México, 2000.

Perdomo Vanegas, William Eduardo. “El discurso literario y el discurso histórico en la novela histórica”. Lingüística y Literatura, núm. 30, 2014, pp. 15-30.

Prieto, Guillermo. Memorias de mis tiempos. 1828 a 1840. Librería de la Viuda de C. Bouret, 1906.

Rama, Ángel. La ciudad letrada. Prólogo de Carlos Monsiváis, Tajamar, 2004.

Rama, Ángel. Transculturación narrativa en América Latina. Siglo XXI, 2013.

Rodríguez-Luis, Julio. Hermenéutica y praxis del indigenismo. La novela indigenista de Clorinda Matto a José María Arguedas. Fondo de Cultura Económica, 1980.

Ruedas de la Serna, Jorge. “La novela corta en la Academia de Letrán”, La novela corta en el primer romanticismo mexicano, editado por Cecilia Miranda Cárabes, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, 1998, pp. 53-72

Ruiz Islas, Alfredo. “Presentación”, Netzula, de José María Lacunza, editado por Braulio Aguilar y Karen Chincoya, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México , 2018, pp. 5-15.

Sánchez Prado, Ignacio Manuel. Naciones intelectuales. Las fundaciones de la modernidad literaria mexicana (1917-1959), Purdue University Press, West Lafayette, 2009

Sandoval, Adriana. “Dos cuentos del siglo XIX sobre indígenas”, Literatura mexicana, vol. XXIII, núm. 1, 2012, pp. 43-16.

Sommer, Doris. Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina. Traducido por José Leandro Urbina y Ángela Pérez, Fondo de Cultura Económica, 2007.

Tola de Habich, Fernando. “Diálogos sobre los Año Nuevo y la Academia de Letrán”. El año nuevo de 1837. Edición facsimilar, editado por Fernando Tola de Habich, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996, pp. ix-cxxv.

Unzueta, Fernando. La imaginación histórica y el romance nacional en Hispanoamérica. Latinoamericana, 1996.

White, Hayden. Tropics of Discourse. Essays in Cultural Criticism. The John Hopkins University, 1985.

Žižek, Slavoj. El sublime objeto de la ideología. Traducido por Isabel Vericat Núñez, Siglo XXI, 2020.

Notas al pie:
1

Como señala Fernando Tola de Habich: “Bastaba que se juntaran cuatro gatos para leer sus poemas, sus cuentos, sus piezas de teatro, y de inmediato nombraban un secretario, un presidente y pronunciaban discursos. Todo el siglo XIX fue de una solemnidad formal increíble que, más o menos, se interrumpió transitoriamente con la llegada de los modernistas y sus drogas, sus borracheras y sus reuniones en bares, cafeterías, cantinas y restaurantes” (Tola de Habich xiii).

2

Para un panorama general de la Academia de Letrán, sus miembros, organización e influencia en los escritores del siglo XIX. Véanse Tola de Habich; Perales Ojeda; y Campos.

3

Para evitar llenar las citas de los escritos de la época de ‘[sic]’, sirva esta nota para informar que se respetó la ortografía original de estas.

4

Hay que distinguir entre un proyecto liberal y uno conservador puesto que los choques entre sus versiones de nacionalismo marcarán el quehacer político, social y artístico del siglo XIX. Asimismo, no se debe olvidar que Memorias de mis tiempos, de Guillermo Prieto, es el principal material al que los estudiosos de la literatura recurrimos para hablar sobre la Academia de Letrán. Esto equivale a que Prieto, fundador de la asociación, se perfila como la principal fuente sobre sus actividades y las de sus pares.

5

La emergencia del campo literario mexicano ocurre en un momento de tensión entre la propuesta nacionalista conservadora —la del grupo de Lucas Alamán— y la nacionalista liberal —propia de los lateranistas y sus patriarcas como Guillermo Prieto—. Esto, junto con las constantes guerras, impide la emergencia de un campo literario pleno, por ello, coincido con Barrera Enderle, en tildarlo de ‘precario’, pues se vislumbra como una suerte de simulacro del campo literario que se consolidará a partir de los proyectos de institucionalización de la Revolución mexicana desde 1917, como expone Ignacio M. Sánchez Prado en su Naciones intelectuales .

6

Asimismo, la “nación, una ‘comunidad imaginada’, se crea a través de la imprenta capitalista: de los textos periodísticos, literarios y administrativos de intelectuales y burócratas” (Unzueta 19). Tanto la propuesta de Fernando Unzueta como la de este artículo deben mucho a la noción de ‘comunidades imaginadas’ de Benedict Anderson. Las comunidades imaginadas son las construcciones que imaginan una vida social compartida marcada por el nacionalismo como eje rector de la cohesión del grupo que las inventa. Estos grupos, a su vez, generan materiales mediales cuyo objetivo radica en distribuir una imagen de nación, por un lado, e invitar a la identificación del público con esta imagen para aumentar el grueso ciudadano congregado en torno al nacionalismo proyectado (véase Anderson).

7

Si bien el vínculo historia-identidad-literatura se potencia en el siglo XIX no es un producto de él. La tradición literaria latinoamericana es una constante elaboración de identidades y memorias desde el incio de la tradición, es decir, desde las crónicas de Indias (véase: Unzueta 13).

8

Hasta este punto, he reflexionado en torno a la importancia del contexto en que surgen las primeras letras mexicanas, sería imposible continuar sin hacer énfasis en que la Academia de Letrán representa la apertura del campo literario, este ya no le pertenece a las élites, sino que cualquiera —como Guillermo Prieto (1818-1897)— puede convertirse en un miembro relevante del sistema literario (Tola de Habich xxvi).

9

El Año Nuevo era el órgano no oficial, pero al final extensión, en el que se reunían y publicaban los escritos de los congregados en la Academia de Letrán, quienes fundan, en el entendido de que adquieren consciencia de su producción y del poder letrado, la literatura mexicana, por ende, surge cuando “los hombres de vocación cultural sintieron la urgencia de crear una cultura que expresara la nacionalidad naciente” (Martínez 1019). Los primeros intentos literarios guardan un carácter nacionalista y fundacional, apuestan por inventar una literatura que exprese lo propio (Martínez 1039-1040). Sin embargo, en un marco celebratorio, definitorio y claramente romántico —como el que corresponde al período de la Academia de Letrán— vale la pena preguntarse a qué elementos se recurre para conformar lo nacional y cómo se les trabaja. Pensarlo así permite eludir la visión difundida de que el rescate del tema indígena guarda un carácter indigenista, cuando ocurre lo contrario: la activación de este pasado se da desde el sesgo poscolonial y no con el fin de dar justicia a lo autóctono, sino de juzgar los crímenes de España.

10

Si bien difiero en muchos aspectos con la propuesta del húngaro, mantengo que para que una manifestación novelesca del XIX sea un romance histórico basta con que el devenir de los procesos históricos afecte el porvenir de los personajes (cf. Lukács 16).

11

Tanto para Fernando Unzueta como para Doris Sommer la obra de Lukács no teoriza ni define la novela histórica, al contrario, plantea y canoniza modelos, al tiempo que diseña tipologías de producción e interpretación sesgadas. La canonización de Walter Scott como modelo de la novela histórica ocurrió gracias a la visión normativa y programática del húngaro. Asimismo, la novela histórica a la Lukács resulta imposible en contextos como el mexicano que aún no diseñan un sistema celebratorio como el inglés que tanto minó la reflexión del filósofo al grado de descartar las producciones de este corte en Alemania, por ejemplo, debido a la no relación con el pasado en el formato de los ingleses (Sommer 41; Unzueta 33-40). Luego, desde un apego estricto al aporte de Lukács, en México no habría novelas históricas, quizá pseudohistóricas, por lo menos, hasta la República Restaurada, donde estos materiales podían comunicarse con un discurso histórico celebratorio similar al de la Inglaterra de Scott.

12

Me refiero, únicamente, a las producciones anteriores a la República Restaurada —aunque se podría argumentar la ausencia de este héroe mediocre y conciliador en algunos textos posteriores como Clemencia, de Ignacio Manuel Altamirano (1868), donde no hay quien vincule a las cúpulas y a los grupos minoritarios en la pugna histórica ni quien funcione como receptáculo de representación popular que facilite identificar el papel del devenir histórico en la comunidad, sino que esta ficción anula a sus personajes y la ventana conciliatoria, ya sea por castigo militar o por reclusión conventual. Para una descripción de las posibilidades y apariciones de este tipo de personaje en la novela histórica mexicana decimonónica véase Chavarín González, La literatura .

13

En estos dos romances cortos, también de El Año Nuevo, se renuncia a lo hispánico, representado por la inquisición como órgano por excelencia del catolicismo español; sin embargo, se mantiene el vínculo a lo europeo, visible en la comunicación con el Vaticano. El asunto con estas dos piezas es que aceptan la influencia europea, incluso religiosa, pero no de mano de los españoles, cuya interpretación del cristianismo se pondera bárbara.

14

Sigo la periodización de Miranda Cárabes que ubica al primer romanticismo mexicano entre 1836 y 1849 (Miranda Cárabes 20).

15

Parto, en términos generales, de la idea de Rosa María Grillo quien afirma que “La novela histórica nace y tiene sus momentos de difusión y de éxito en la contingencia de grandes cambios sociohistóricos: los historiadores piden ayuda a los escritores y se alían con ellos para dar una interpretación de esos cambios, construir la historia oficial e imprimir la huella de los vencedores en la formación o modificación de la identidad nacional, dirigir la opinión pública en vista de posibles cambios futuros” (Grillo 55). Este argumento, matizado con las condiciones posindependentistas de México, permite entrever que el grupo triunfador del cambio histórico opta por consolidar su dominio con la negación del pasado colonial, época de oscuridad y barbarie, por un lado, y del pasado indígena, temporalidad idílica cuyos elementos loables perdieron los descendientes de los originarios del continente, por otro.

16

Para Unzueta, “la narrativización de los eventos reales implica necesariamente su alegorización, su incorporación en un relato figurativo” (41).

17

El pacto de lectura establecido con estas producciones está entre el referencial y el ficcional, es un pacto ambiguo en el que se entremezcla el carácter artificial de la ficción con el aparentemente fiel de la historia (cf. Jitrik, Historia e imaginación 11; Grillo 54). Esta condición de lectura permite colocar la propuesta de los relatos de corte histórico en los sitios en blanco dejados por los historiadores, pues la referencialidad logra anclar al discurso del romance en las tensiones comunicativas para integrar el pasado común.

18

La profesora de Harvard también indica que las ficciones históricas posteriores a la República Restaurada guardan un carácter más parecido a las de Scott, puesto que se fincan en la victoria, venían de los ganadores —según la propuesta del vencedor de Lukács—. El triunfo en el plano real daba un cariz celebratorio a la propuesta de estos romances, por ejemplo,El Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano (1901), (Sommer 265).

19

El indígena no da cuenta de los abusos recibidos, además, no se le reivindica con estas ficciones; al contrario, se perfila solo un vehículo para manifestar los excesos cometidos contra los criollos y, con ello, reforzar su identidad en oposición a la península (Rama, Transculturación 11-12).

20

Basta considerar la influencia de Chateaubriand con Atalá y René para advertir el problema (Sandoval 46-47; Ruedas de la Serna 66 y ss).

21

Por un lado, Eulalio María Ortega muestra conocimiento sobre la conquista, de igual manera, es posible que tomara como modelos y fuentes las crónicas de Indias para construir su artificio (Sandoval 48 y 60-61). Por otro, José María Lacunza no tiene bases históricas, sino que se apropia de un tema histórico y lo asimila dentro de una idealización occidental de tendencia romántica; como complemento, hay una ausencia de fuentes en el relato de Lacunza, al grado que aparenta que el uso del tema se limita a argumentar sobre la barbarie española (Sandoval 47; Ruiz Islas 14).

22

Como Sandoval, decidí consultar con un especialista en lengua náhuatl: el Dr. Patrick Johansson. Él me indicó que los nombres no tenían raíz indígena, sino que fueron inventados bajo la idea de hacer que sonaran como náhuatl desde el desconocimiento de su morfología y bases léxicas.

23

El problema deNetzula se amplía con el hecho de que no hay fidelidad a la cosmovisión indígena; a falta de un vínculo real con los objetos representados, se implantan sobre ellos los valores del enunciador —católicos—, luego, se es más fiel a la visión de Lacunza que al pasado indígena: “Ven conmigo, i esta choza será nuestra habitacion, hasta que el ángel de negro señale quien ha de ir primero a esperar a su amigo en la morada de nuestros abuelos” (Lacunza 23). Es obvio que no había ángeles en el mundo prehispánico, ya que los importa el judeocristianismo.

24

Alemany Bay señala que, desde el inicio de las representaciones literarias con motivo de la conquista del Nuevo Mundo, se ha caracterizado al indígena como un “otro” según los sistemas conceptuales occidentales (86).

Historial:
  • » Recibido: 18/12/2020
  • » Aceptado: 25/05/2021
Copyright © 2021Humanística. Revista de estudios literarios