La experiencia de lo sagrado en “La señal”, de Inés Arredondo: resonancias bíblicas en el relato

The Experience of the Sacred in Inés Arredondo’s “La señal”: Biblical Resonances in the Tale

Sección: Dossier: escritoras de la generación de Medio Siglo
Sobre los autores:
  • Luis Francisco López Santillán 1
  • 1  Universidad Nacional Autónoma de México
Resumen

El propósito de este trabajo es analizar el cuento “La señal” (1959), de Inés Arredondo, a partir de sus simbolismos bíblicos. Al inicio se brinda un contexto general de la autora y de su obra. Este ensayo enfatiza la experiencia de cruzar el umbral entre lo profano y lo sacro, según las ideas de Roger Caillois, y cómo el protagonista se convierte en el centro de un ritual inesperado, en el que es consagrado por una presencia enigmática, a partir de la escena central de la historia: el momento en que el protagonista penetra en la iglesia de un pueblo y un extraño le pide que le deje besar sus pies. Se analizan las referencias bíblicas del acto de lavar, ungir y besar los pies en la tradición hebrea y cómo Jesús y María Magdalena son un ejemplo de esta práctica.

  • Palabras clave:
  • Literatura mexicana;
  • sagrado;
  • Inés Arredondo;
  • símbolos bíblicos;
  • enigmas.
Abstract

The purpose of this article is to analyze the biblical symbolisms of Inés Arredondo’s story “La señal” (1959). I begin by providing the general context of the author and her work. I then examine the experience of crossing the threshold between the profane and the sacred, according to the ideas of Roger Caillois, insofar as the protagonist of Arrendondo’s story becomes the center of an unexpected ritual, in which he is consecrated by an enigmatic presence in the central scene of the story: the moment in which he enters a village church and a stranger asks him to let him kiss his feet. I analyze the biblical references to the act of washing, anointing and kissing the feet in the Hebrew tradition and show Jesus and Mary Magdalene to be examples of this practice.

  • Keywords:
  • Mexican literature;
  • sacred;
  • Inés Arredondo;
  • biblical symbols;
  • enigmas.

I

Con motivo de la presentación de La señal (1965), Inés Arredondo (1928-1989) dijo en una entrevista a Margarita García Flores que “la pureza es aquello que únicamente puede arder” (Batis, “Presentación” 4) y, en otro lugar, que “lo humano, lo divino y aun lo demoniaco no son a veces fácilmente discernibles” (Arredondo, “La cocina del escritor”). Estas dos citas definen la experiencia que nos muestra su literatura, sus búsquedas y obsesiones constantes. En este sentido, la narrativa de la escritora sinaloense suele revestirse de enigmas y revelaciones; sus relatos gravitan alrededor del sentimiento de lo sagrado, palabra constante y significativa en toda su obra. La noción del mal como una presencia que ha contaminado -abrasado- la pureza y la inocencia representa otro tema central. Eldorado, espacio fundacional y mítico de su literatura, evocación del Paraíso perdido, en el que transcurre parte fundamental de sus narraciones, está cargado de señales y de presagios.1 En ocasiones, el aniquilamiento o la locura son el fin de sus personajes en su afán por alcanzar “la otra orilla”, la experiencia de la alteridad y de lo absoluto. En sus historias se percibe una sensación de zozobra y vacío que envuelve a sus protagonistas, la sombra de lo siniestro los consume. El amor y el erotismo están teñidos de una atmósfera angustiosa y perversa; los seres que deambulan por sus relatos están poseídos por una pasión destructiva: han sido consagrados, estigmatizados, condenados.

La obra de Inés Arredondo ofrece una exploración literaria y espiritual de un valor que la ha consagrado como una de las narradoras más notables de las letras mexicanas de la última mitad del siglo XX. Su narrativa es breve y sintética, de una perfección y una rigurosidad ejemplar. Inscrita dentro de la generación de medio siglo, formó parte del grupo de la Casa del Lago y del grupo de la Revista Mexicana de Literatura, junto a escritores como Juan García Ponce, Huberto Batis, Tomás Segovia, José de la Colina y Juan Vicente Melo.2 Escribió sólo tres libros de cuentos -La señal (era, 1965), Río subterráneo (Joaquín Mortiz, 1979), con el que obtuvo el premio Xavier Villaurrutia, y Los espejos (Joaquín Mortiz, 1988)- y estos le valieron para situarse entre los mejores escritores de su generación.

Son catorce los cuentos que integran La señal, el primer libro publicado por la escritora. Algunos de estos relatos aparecieron antes en La Revista de la Universidad de México, en la Revista Mexicana de Literatura, en Cuadernos del Viento, entre otras publicaciones.3 La gestación del libro fue lenta, como los otros dos libros que escribió posteriormente. Los cuentos de La señal son escritos en un estilo muy trabajado, en ellos se aprecia un cuidadoso uso del lenguaje, pues cada palabra, cada frase y cada párrafo, en su aparente sencillez, posee una densidad formal, conceptual y simbólica.

Juan García Ponce escribió una de las primeras reseñas sobre este libro, donde comenta que La señal es una obra difícil de describir porque es un libro enigmático (24). Por su parte, Huberto Batis señala que “para Inés Arredondo la literatura es revelación” (“Inés Arredondo” 289). Estos dos conceptos -enigma y revelación- son clave para comprender la obra de la escritora, cuentos como “Estío”, “La señal”, “La Sunamita” y “Mariana”, se desarrollan a partir de estas nociones.

En referencia al erotismo, otra de las vetas temáticas de Inés Arredondo, la escritora está en consonancia con las nociones de Georges Bataille en torno a esta materia. El pensador francés sostiene que “es debido a que somos humanos y a que vivimos en la sombría perspectiva de la muerte, [que conocemos] la violencia exasperada, la violencia desesperada del erotismo” (Bataille, Las lágrimas de Eros 53). De este modo, hay una noción fundamental del autor de Historia del ojo en la literatura de Arredondo, la cual se muestra con claridad: la del erotismo como angustia y proximidad con la muerte. Para Bataille el erotismo nace de un sentimiento de inquietud y desarraigo, de caída y de horror, pero también de un sentimiento de lo sagrado. El erotismo, según este pensador francés, nace en el instante en que surge en el hombre la conciencia de la muerte, como un conocimiento que angustia y que es precisamente lo que nos separa de las bestias. Por ello, muerte y erotismo, de un modo misterioso, han estado ligados desde una edad ancestral.

Por otro lado, el título de este libro adquiere un simbolismo fundamental en toda la obra de la escritora. Las resonancias e implicaciones que tiene en su visión de la literatura, en sus búsquedas estéticas y espirituales, quedan definidas bajo el nombre de La señal, entendido como un prodigio que sobrepasa los límites de la naturaleza, de la razón y del hombre; señal como un indicio que permite conocer o inferir la existencia de lo otro, del otro, el cual no se es capaz de percibir sino indirectamente, señal que se manifiesta en la plenitud de su enigma como revelación. Del mismo modo que el oráculo de Apolo en Delfos (parafraseando a Heráclito) no expresa ni oculta del todo sus sentencias, sino que se expresa mediante señales, las cuales deben ser interpretadas. La misma Inés Arredondo comenta en entrevista la importancia de esta noción, la señal entendida como momento de revelación:

Hay […] cuentos que no son tan inventados, tan alambicados, majados, sino que vienen de historias verdaderas, ésos son los que me salen mejor porque como sé la historia, sólo tengo que buscar la señal para contarla. Sé muchas historias, lo que no tengo para ellas es la señal. Por eso escribo poco, porque yo tengo que recibir el tono del cuento, eso no lo puedo inventar. […] Como ya te dije que me soplan... […] entonces yo tengo que esperar la señal. (Quemain)

De tal modo, el sentido de estos cuentos se mantiene oculto por el velo de su enigma, hasta que la revelación que viven sus personajes, mediante las señales que les son dadas, es capaz de darle sentido a sus experiencias. Aunque, como afirma Batis, “no siempre son reconocidas las señales, y también no siempre, aunque las reconozcamos, sabemos qué quieren decir. Pero una cosa está clara: hay hombres elegidos, marcados por la señal” (“Inés Arredondo” 276). A partir de este movimiento narrativo de enigma y revelación, los cuentos de La señal despliegan una serie de misterios en los que los protagonistas tienen que adentrase para mutar su esencia, para verse trastocados por un orden ajeno a su cotidianidad, un orden algunas veces sagrado y ritual, demencial y erótico otras más. El cuento “La señal”, que analizaremos a continuación es un ejemplo claro de los puntos que hasta aquí hemos expuesto.

II

“La señal” fue publicado originalmente en la Revista Mexicana de Literatura, en 1959. Este cuento -que dio nombre a su primer libro- plantea un enigma y una revelación. La esencia de todo enigma consiste en revelarse ante la mirada -la razón- del hombre, en manifestarse y, no obstante, en seguir conservando su carácter oculto: entre más se muestra más se oscurece su sentido. En este relato hay una revelación que no es posible articular plenamente, porque escapa a las definiciones y a la razón misma, pues la trama se sitúa en el ámbito de lo sagrado y de lo simbólico. Más que el desarrollo de una historia, Inés Arredondo plantea una escena, un momento único, en el que hay un posible sentido que puede iluminar una situación, pero que se torna oscuro e inasible. La brevedad del cuento -tres páginas- intensifica esta sensación.

Bajo la fuerza atroz de un sol avasallante, un sol que enerva el pensamiento y la realidad, Pedro, el protagonista, deambula desfalleciente por las calles de un pueblo vacío. El narrador sentencia: “El calor seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración” (Arredondo, Cuentos completos 73). Es un calor que ahoga, tal como sucede en otros relatos de la escritora, pues en Eldorado, la fuerza del sol es una presencia abrasadora, como lo es en las regiones del norte de México. Así, el sol y el fuego destruyen y purifican en la obra de la escritora sinaloense, y, de igual modo, tienen una connotación hierática, recordemos el papel simbólico del fuego en “La Sunamita”, donde Luisa, una mujer joven, virgen e inmaculada, perderá su pureza frente a su tío Apolonio, un viejo moribundo y lujurioso. Al inicio de dicho cuento se aprecia el simbolismo de la presencia solar y del fuego:

Tensa, concentrada en el desafío que precede a la combustión, la ciudad ardía en una sola llama reseca y deslumbrante. En el centro de la llama estaba yo, vestida de negro, orgullosa, alimentando el fuego con mis cabellos rubios, sola. Las miradas de los hombres resbalaban por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba al saludo deferente. Estaba segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificar todo en el aire encendido que me cercaba y no me consumía. (Arredondo, Cuentos completos 131. Énfasis añadido)

El espacio donde se desarrolla “La Sunamita” es un pueblo ardoroso y reseco, como el del cuento “La señal”. Rose Corral observa al respecto: que:

[El fuego es] Una imagen ambivalente que […] evoca el bien y el mal, el fuego purificador por una parte, y por otra, “el fuego sexualizado”. En el centro de la llama, convertido el personaje en un ser aparte, en una diosa o en una joven vestal, Luisa […] alimenta el fuego sagrado. El “altivo recato”, “el saludo deferente” y más adelante la alusión al “centro intocable” confirman la imagen de la diosa y virgen. (Corral xiii)

Al final de “La Sunamita”, la narradora al verse abatida por la perversión de su tío, escribe: “Sola, pecadora, consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca”. En este sentido, “[e]n todo tiempo, el misticismo ha simbolizado en el sol y en el fuego la destrucción de lo impuro, aquello que limpia al alma, como el fuego material consume lo impuro de los cuerpos. El fuego, en los sacrificios, aniquila la víctima en honor y holocausto a la divinidad” (Míguez 128). Estos también son los atributos del fuego y el sol en la obra de Arredondo.

Del mismo modo, en el cuento “La extranjera”, para la protagonista, una joven solitaria de nombre Minou, el sol es una presencia que lo abarca todo, es el inicio y el origen de las cosas, es la semilla original de la vida. Una deidad masculina y plenamente viva, que puede sentir en todo su cuerpo. Este cuento tiene relación con “Sol”, un relato de D. H. Lawrence, cuya protagonista, Juliet, una mujer joven, irritable y enfermiza, por prescripción médica viaja de Nueva York a Sicilia, al Mediterráneo, para tomar baños de sol, con el fin de recobrar energías y salud. La mujer tendida sobre la tierra y desnuda descubre en el poderío solar una presencia erótica y fálica capaz de penetrar cósmicamente su cuerpo y su alma (Lawrence).

En suma, en la narrativa de Arredondo el sol y el fuego son elementos que someten, purifican o, en otros casos, destruyen al hombre. Esto relaciona su literatura con el Comala mítico de Juan Rulfo, cuyo nombre alude al “comal” de origen náhuatl, que en el escritor jalisciense simboliza el centro ardiente de la tierra.

Regresando a “La señal”, Pedro carga consigo una “mortificación”, una angustia que no es definible. Como los personajes de Georges Bataille, Pedro se angustia y desfallece;4 va con su carga, con ese peso espiritual, como el camello en el desierto, antes de convertirse en león y luego en niño, al que Nietzsche hace referencia en Así habló Zaratustra , cuando discurre sobre las tres transformaciones del espíritu. El narrador no ahonda en este sentimiento, pero sugiere que esta “mortificación” se debe a una crisis de la fe o de la razón, la cual hiela su alma. Así, el frío de su espíritu y el insoportable calor de la tarde lo estremecen.

El narrador omnisciente, quien contempla a distancia la escena, informa al lector que, al llegar a la plaza de este pueblo desolado, el personaje busca la sombra y se sienta a descansar bajo un gran laurel de la India. El laurel de la India (Ficus benjamina o retusa) es un árbol de hojas siempre verdes, capaz de sobreponerse a las sequías y al calor excesivo. Buda también buscó la sombra de una higuera (de un ficus) antes de alcanzar la iluminación. Nuestro personaje evidentemente no alcanza tales dimensiones, aunque el guiño -voluntario o no- está presente: “El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento” (Arredondo, Cuentos completos 73). Al voltear su mirada, Pedro contempla tras un árbol, la catedral del pueblo, una “capilla de montaña” como la llama el narrador. Decide traspasar el umbral de sus portones. Ese adentrarse más allá, situarse del otro lado tiene una importancia esencial en la historia: está cruzando un puente simbólico. Al entrar a este espacio Pedro no sabe que abandona el mundo de lo profano y penetra en uno sagrado.

Octavio Paz, en El arco y la lira (1956), llama a esta experiencia “cruzar la otra orilla”, “dar el salto”, que implica un morir y un renacer simbólico (Paz 120). Roger Caillois explica que lo sagrado y lo profano pertenecen a un mismo campo, son parte de una unidad esencial, de una experiencia que se implica recíprocamente: dos esferas de la experiencia humana

Toda concepción religiosa del mundo implica la distinción entre lo sagrado y lo profano y opone al mundo donde el fiel se consagra libremente a sus ocupaciones, ejerciendo una actividad sin consecuencia para su salvación, un dominio donde el terror y la esperanza le paralizan alternativamente y donde, como al borde de un abismo, el menor extravío en el menor gesto puede perderle de manera irremediable. (Caillois 11)

De este modo, el protagonista, en su ignorancia, sin la conciencia de ese sentimiento religioso que distingue lo sacro y lo profano, al entrar a la capilla es incapaz de advertir el límite entre ambas esferas de dicha experiencia. En el silencio y la quietud del recinto, sin más que un sacristán deambulando como una sombra, se instala en una de las bancas. Son las tres de la tarde, hora en la que el sol pega de lleno. En el relato esta será una hora propiciatoria. De pronto, bajo el peso de aquella “mortificación”, el protagonista siente un deseo inexplicable de “creer” y se queda “vacío”. Se trata sólo de una veleidad momentánea que atraviesa su espíritu. Enseguida, una presencia sutil aparece a su lado y se sienta junto a él. Es un obrero de “ojos grises”, mirada limpia y rostro marcado por la edad. Quien le dice: “¿Me permite besarle los pies? […] Sus ojos podían obligar a cualquier cosa, pero sólo pedían” (Arredondo, Cuentos completos 74). A partir de este momento, lo que se representa en este relato es un ritual. La figura enigmática del obrero, como dice el narrador, “había asumido su parte plenamente” (74). Pedro reacciona consternado ante la petición de aquel hombre, le parece algo absurdo y humillante: una aberración. La figura del sacristán se ilumina entonces, tiene un papel en el rito, se encarga de los preparativos, por lo que comienza a encender las velas del recinto. No olvidemos que el sacristán dentro de la iglesia es quien tiene a su cargo asistir al sacerdote -en este caso, al obrero- en el servicio del altar y los sacramentos, además de cuidar y limpiar la sacristía. Pedro, no sin turbación, acepta el ofrecimiento de aquel hombre, se apiada de él. “Era demasiado. La sangre le zumbaba en los oídos, estaba fuera de sí, pero lúcido, tan lúcido que presentía el asco del contacto, la vergüenza de la desnudez, y después el remordimiento y el tormento múltiple y sin cabeza. Lo sabía, pero se descalzó” (74).

Estar fuera de sí, en este contexto, quiere decir estar al borde de un arrobo religioso, de un éxtasis. Pedro, al ser parte central de un ritual, ha dejado de ser un hombre común y corriente, representa ahora la imagen de algo sagrado. Ha saltado del mundo profano -la calle- a uno sacro -la catedral- donde el obrero es el oficiante del rito, el sacristán es el servidor y Pedro, que ha sido consagrado, deberá sacrificarse (ofrecerse) simbólicamente. Así, deviene en una figura de culto. Entonces el obrero se arrodilla con gran deferencia a besarle los pies. Pedro ha dejado de ser sólo un hombre. “Un escalofrío lo recorrió […] Pero los labios calientes lo tocaron, se pegaron a su piel… Era amor, un amor expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que tal vez… […] los dos sentían asco, sólo que por encima de él estaba el amor. Había que decirlo, que atreverse a pensar una vez, tan sólo una vez, en la crucifixión” (Arredondo, Cuentos completos 75).

En Lo sagrado y lo profano, Mircea Eliade comenta que el hombre entra en contacto con lo sagrado cuando se le presenta o participa de una hierofanía, que justo en su sentido etimológico se define como la manifestación de lo sagrado: “Se trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de algo ‘completamente diferente’, de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo ‘natural’, ‘profano’” (11). De este modo, cuando una persona u objeto manifiestan una experiencia sagrada se transfiguran sin dejar de ser lo que son en el mundo profano, pero siendo al mismo tiempo partícipes de un orden trascendental o sobrenatural. En este sentido, Pedro, por mediación del hombre enigmático, sufrirá una transformación que lo llevará a una hierofanía. Después de esta experiencia el protagonista no volverá a ser el mismo, ha quedado marcado, estigmatizado. Se trata de un acto de amor, más allá de cualquier hombre, un acto desinteresado; no obstante, el asco, la vergüenza y la humillación personales están presentes en él. En suma, hay un sacrificio, entonces Pedro piensa: “Para siempre en mí esta señal, que no sé si es la del mundo y su pecado o la de una desolada redención […] No lo merezco, no soy digno” (Arredondo, Cuentos completos 75). Pedro, en el acto en que el obrero le ha besado los pies, se ha inmolado simbólicamente, se ha convertido en un cuerpo sacrificial, en la hostia -que etimológicamente significa víctima de un sacrificio-.

Tras el arrobo de esta experiencia, cuando ya el sol se ha puesto, Pedro sale de la catedral vuelto otro. Es un nuevo ser, ha sido consagrado. En el plano de lo simbólico ha muerto y ha vuelto a renacer. En este sentido, al inicio del relato el narrador escribe: “Flotaba el anuncio de una muerte suspensa, ardiente” (Arredondo, Cuentos completos 75). Bajo este tenor, Roger Caillois apunta:

El ser u objeto consagrado puede no sufrir ninguna modificación aparente. Sin embargo, su transformación es absoluta. Desde ese momento la manera de comportarse con él sufre una transformación paralela. Ya no es posible utilizarlo libremente. Suscita sentimientos de terror y veneración, se presenta como algo prohibido. Su contacto se hace peligroso. Un castigo automático e inmediato caería sobre el imprudente lo mismo que la llama quema la mano que la toca; lo sagrado es siempre, más o menos, “aquello a lo que no puede uno aproximarse sin morir”. ( El hombre y lo sagrado 13)

El narrador sugiere que Pedro es ateo o escéptico: al entrar a la iglesia “pensó en la oración distraída que haría otro, el que se sentaba habitualmente en aquella banca y hubo un instante en que llegó a casi desear creer” (Arredondo, Cuentos completos 73). Esta característica intensifica el asombro y desconcierto del personaje: ha experimentado lo sagrado, la santidad, el milagro y no ha sido capaz de comprender nada. Para el hombre religioso lo sagrado es parte de la lógica con la que concibe el mundo; para el protagonista, no necesariamente. Sin embargo, ha experimentado una hierofanía en carne propia. Con llanto en el rostro, caminando nuevamente por las calles, Pedro no conseguirá descifrar cabalmente el significado ni las dimensiones de esta experiencia.

Así, este ritual, que bien puede representar la salvación del mundo o simplemente una burda redención desolada, ha quedado sin sentido, suspendido indefinidamente. Nunca se sabrá el sentido pleno de este acontecimiento. Lo que sí se puede apreciar es que, en contraste, esta ausencia de sentido enriquece el relato, le da mayor fuerza a la trama, pues al vedarle un significado unívoco a las acciones que se representan, el cuento mantiene una interpretación abierta.

Ahora bien, todo ritual se inserta dentro de un mito, de una historia ancestral que recrea, que se actualiza al momento de representarse. Mircea Eliade sostiene que todo ritual tiene como origen un arquetipo, un modelo mítico que refiere una historia primigenia. En este sentido, no se puede cumplir un ritual sin evocar su origen y el mito que cuenta: “Un ritual cualquiera […] se desarrolla no sólo en un espacio consagrado, es decir, esencialmente distinto del espacio profano, sino además en un “tiempo sagrado”, “en aquel tiempo” [in illo tempore, ab origine], es decir, cuando el ritual fue llevado a cabo por vez primera por un dios, un antepasado o un héroe” ( El mito del eterno retorno 12).

Si nos preguntamos por el mito que se encarna en este cuento, podemos remontarnos a dos relatos del Nuevo Testamento: el de María Magdalena, cuando unge y besa los pies de Jesús, y el de Jesús cuando lava los pies de sus discípulos. Antes de abordar con mayor detenimiento estas dos historias, se reflexionará un poco sobre lo que significa lavar(le) los pies (a alguien) en dicho contexto.

Dentro de las tradiciones hebraicas antiguas, era un acto de hospitalidad ofrecer agua y recipientes para que los invitados se refrescaran y asearan los pies antes de la comida y antes de dormir. De este modo, el anfitrión trataba de halagar a sus huéspedes. Con esta acción se daba la bienvenida a los visitantes, en aquellos calurosos pueblos del Medio Oriente, donde las personas acostumbraban usar sandalias en los largos viajes que emprendían por terracerías y caminos polvorosos:

En un hogar de término medio, el anfitrión ponía un recipiente con agua a disposición del visitante, y este se lavaba los pies (Jue 19:21). En cambio, si el anfitrión era una persona acomodada, tenía esclavos para hacer ese trabajo, pues se consideraba una tarea servil. Cuando David pidió a Abigail que fuese su esposa, ella manifestó su disposición al decir: “Aquí está tu esclava como sierva para lavar los pies de los siervos de mi señor” (1Sa 25:40-42). El que el propio anfitrión lavase los pies de la persona invitada constituía una especial demostración de humildad y afecto hacia él. (“Lavar los pies”)

En el mismo artículo se dice que, además de ofrecer agua para lavar los pies de los huéspedes, son actos de hospitalidad el besarles como gesto de bienvenida y untarles aceite en la cabeza. Con esta información es posible interpretar mejor el sentido de los dos relatos bíblicos que hemos citado, y que están en resonancia con el cuento de Inés Arredondo. Así, cuando Jesús es invitado a comer a la casa de Simón el fariseo, este no tiene ninguno de los tres gestos de hospitalidad citados. A pesar de ello, una mujer “pecadora” que no es la dueña de la casa y a quien la tradición católica identifica con María Magdalena, rinde la hospitalidad de la que el fariseo se ha olvidado.

Una mujer que había sido pecadora en la ciudad, cuando supo que Jesús estaba a la mesa en casa de aquel fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume, y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y besaba sus pies y los ungía con el perfume. (Lucas 7:37-38)

Ante tal muestra de amor y humildad, Jesús dice al fariseo:

¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies; pero ella ha regado mis pies con lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso, pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite, pero ella ha ungido mis pies con perfume. (Lucas 7:44-46)

Jesús, después de esgrimir algunas parábolas, perdona todos los pecados de esta mujer que ha dado un ejemplo de humildad a Simón y a los presentes en el convite. Como el obrero en el relato de Inés Arredondo, es ella quien besa sus pies, quien los lava con sus lágrimas y su cabellera, quien los unge con aceite y perfume.

El otro relato de los Evangelios cuenta que Jesús, antes de la fiesta de Pascua, sabiendo que sería sacrificado, al terminar la que sería “La última cena”, lavó los pies de sus doce apóstoles, para darles igualmente una muestra de amor y humildad:

Se levantó de la cena y se quitó su manto y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. Entonces llegó a Simón Pedro; y Pedro le dijo: Señor, ¿tú me lavas los pies? Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; pero lo entenderás después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Le respondió Jesús: Si no te lavo, no tendrás parte conmigo. Le dijo Simón Pedro: Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza. (Juan 13:4-8)

Pedro se opone a que Jesús le lave los pies porque considera este acto humillante para su maestro. Algo que resulta revelador en relación con el cuento de Inés Arredondo es lo que le responde Jesús: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; pero lo entenderás después”. Del mismo modo que para el personaje de “La señal”, este acto escapa a todo sentido para Pedro, el discípulo de Jesús. Al final del cuento de Arredondo, el narrador nos cuenta: “Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más entrañable de su vida, pero que nunca sabría, en ningún sentido, lo que significaba” ( Cuentos completos 75).

Ahora bien, el personaje de Arredondo también se llama Pedro, como el apóstol de Cristo, y Pedro representa la piedra angular de la Iglesia católica. En este sentido, Jesús dice: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mateo 16:18-19). A partir de estas observaciones, las analogías se revelan. Si bien, como sugiere el narrador del relato de Inés Arredondo, no nos está permitido saber el sentido del gesto del obrero, estas dos historias del Nuevo Testamento hacen posible una interpretación significativa de este cuento. Entonces habría que preguntar ¿qué representa verdaderamente esta figura en dicha narración?; ¿qué representa este hombre de mirada límpida y gesto hierático, que podía obligar a cualquier cosa con sólo mirar? Quizá bajo la figura del obrero hay algo que se nos oculta: su verdadera esencia. Tal vez bajo su disfraz se manifiesta algo superior y sagrado. Hay una aparición, una revelación que conecta con otro orden, una hierofanía.

Si revisamos algunos de los diversos mitos, las divinidades suelen manifestarse a los hombres bajo la investidura de seres humildes, aparentando una condición que se opone a la grandeza de su divinidad. Así, Ovidio cuenta en el libro VIII de las Metamorfosis que Zeus y Hermes, disfrazados de mendigos, pidieron hospedaje a los habitantes de un poblado, la mayoría se negó a hospedarlos, hasta que un humilde matrimonio de ancianos los recibió en su casa y los invitó a cenar. Filemón y Baucis son premiado por este acto, los dioses les conceden un deseo, mientras que castigan a los que les negaron la hospitalidad. Igualmente, en el libro VI de la referida obra de Ovidio, se cuenta que Atenea se presentó ante Aracné disfrazada de anciana para disuadirla de su soberbia y de su altanería, pues sostenía que era mejor tejedora que la propia diosa. Aracné no hace caso al consejo de la anciana y comete la hibris, por lo que la deidad la transforma en araña.

Desde esta apreciación, al seguir las analogías que se han planteado, detrás de la apariencia de este obrero de aspecto enigmático, bien puede ocultarse la divinidad misma: Jesucristo en el acto de lavar los pies de Pedro. Entonces el ritual cobra sentido y el mito se manifiesta. No obstante, como el mismo Jesús dice a Simón Pedro, el sentido de la acción debe escapar al entendimiento. Sólo es una señal, un indicio de algo que no se puede comprender plenamente. Desde esta perspectiva, el título del cuento y del libro en su conjunto pretende mostrar que, en la narrativa de Inés Arredondo, las acciones que se representan se plantean como un juego de enigmas y revelaciones, donde aparecen prodigios, sucesos extraños que sobrepasan los límites normales de la naturaleza y de la razón, señales que no afirman ni niegan, pues sólo buscan manifestarse, exhibirse en el centro de sus relatos. De otro modo, como lo sugiere el narrador de este cuento, tal vez todo esto sea simplemente una aberración, algo perverso e ilícito, un error del entendimiento y las conductas.

Obras citadas

Arredondo, Inés. “Autobiografía”, Narradores ante el público. Joaquín Mortiz, 1966.

Arredondo, Inés. “La cocina del escritor”. Ensayos, México: Fondo de Cultura Económica, 2012 [libro electrónico].

Arredondo, Inés. Cuentos completos. Fondo de Cultura Económica, 2011.

Arredondo, Inés. La señal. Era, 1965.

Bataille, Georges. Las lágrimas de Eros. Tusquets, 1997.

Bataille, Georges. Madame Edwarda. Fontamara, 2014.

Batis, Huberto. “Inés Arredondo. La señal”. Crítica bajo presión. Prosa mexicana 1964-1985. Universidad Nacional Autónoma de México, 2004.

Batis, Huberto. “Presentación a Mariana”. Inés Arredondo. Material de Lectura, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007, https://bit.ly/3pc6KdY.

Biblia de Jerusalén. Edición Pastoral conmemorativa del V Centenario de la Evangelización en América Latina. Dirigida por José Ángel Ubieta. Bilbao, Consejo Episcopal Latinoamericano Desclée de Brouwer, 1984.

Caillois, Roger. El hombre y lo sagrado. Fondo de Cultura Económica, 2004.

Corral, Rose. “Inés Arredondo: La dialéctica de lo sagrado”. Inés Arredondo, Obras completas. Siglo XXI, 1988.

Eliade, Mircea. Lo sagrado y lo profano. Labor, 1981.

Eliade, Mircea. El mito del eterno retorno. Emecé, 2001.

García Ponce, Juan. “Inés Arredondo: La inocencia”. Trazos. Universidad Nacional Autónoma de México, 1974.

Heráclito. “Fragmentos”. Parménides-Zenón-Meliso-Heráclito. Ediciones Folio, 2002.

Lawrence, D. H. Historias de amor. Fontamara, 1988.

Míguez, José Antonio. “El fuego”. Parménides-Zenón-Meliso-Heráclito. Ediciones Folio, 2002.

Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Alianza Editorial, 1989.

“Lavar los pies”. Perspicacia vol. ii, Biblioteca en Línea Whatch Tower Bible and Tract, http://wol.jw.org/es/wol/d/r4/lp-s/1200004577.

Paz, Octavio, El arco y la lira. FCE, 1956.

Pereira, Armando. “La generación de medio siglo. Un momento de transición en la cultura mexicana”. Literatura Mexicana. Revista Semestral del Centro de Estudios Literarios, vol. 6, núm. 1, 1997.

Quemain, Miguel Ángel. “El presentimiento de la verdad” [entrevista]. Instituto Nacional de Bellas Artes. https://bit.ly/3nBPBtV.

Tornero, Angélica. El mal en la narrativa de Inés Arredondo. Juan Pablo / Universidad del Estado de Morelos, 2008.

Notas al pie:
1

Eldorado es el espacio ficticio donde se recrean algunos de los cuentos más destacados de Inés Arredondo, como “Estío”, “Olga”, “Mariana”, “Río subterráneo”, “Las mariposas nocturnas”, entre otros. Es a la vez un espacio mítico y real. Mítico en el sentido que la escritora le ha concedido como su espacio literario, y real porque está inspirado en la hacienda y el ingenio azucarero, de nombre homónimo, donde vivieron sus abuelos maternos en Culiacán, Sinaloa, a inicios del siglo XX. Como Macondo, de Gabriel García Márquez, Comala, de Juan Rulfo, o Yoknapatawpha, de William Faulkner, Eldorado es el espacio por excelencia en que los personajes de Arredondo se desenvuelven. En este espacio, la escritora ha configurado su universo simbólico, su propia mitología y literatura.

2

Entre los escritores y artistas de la generación de medio siglo destacan Sergio Pitol, Carlos Valdés, Jorge Ibargüengoitia, Sergio Fernández, Salvador Elizondo, Juan José Gurrola, Tomás Segovia, José Emilio Pacheco, Alejandro Rossi, Carlos Monsiváis, Juan Ibáñez, José Luis Ibáñez, los pintores José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce, entre otros. Como generación compartían afinidades estéticas y literarias, una forma semejante de percibir el mundo, ideas y actitudes en común. La mayoría de ellos —tal como ha observado Armando Pereira (“La generación de medio siglo” 27-31)— había nacido en los primeros años de la década de los treinta del siglo XX. Se saben herederos del Ateneo de la Juventud, del grupo Contemporáneos, de la generación de Taller y Tierra Nueva, cuya máxima figura es Octavio Paz. En tanto que su cultura es cosmopolita, están abiertos a lo universal y cultivan con agudeza un ejercicio crítico en todos los ámbitos del arte: cine, teatro, pintura, música y literatura.

3

Tal es el caso de “El membrillo” (1957), “Estar vivo” (1961) y “Olga”, (1965), publicados en la revista Universidad de México; “La señal” (1959), “La casa de los espejos” (1960), “La Sunamita” (1961) y “Mariana” (1965), publicados en la Revista Mexicana de Literatura; “Canción de cuna” (1965), en Cuadernos del Viento; “Estío” (1962), en Anuario del Cuento Mexicano, y “La extranjera” (1964) en Ovaciones.

4

En la mayor parte de la narrativa de Georges Bataille los protagonistas son seres que se angustian y se mortifican, podemos ejemplificar dicha aseveración con la historia de Madame Edwarda (1937), novela que comparte junto con este cuento de Arredondo, una experiencia de lo sagrado, sólo que, en la historia del escritor francés, lo sagrado se le presenta al protagonista bajo la investidura de una prostituta.

Historial:
  • » Recibido: 18/02/2021
  • » Aceptado: 24/09/2021
Copyright © 2021Humanística. Revista de estudios literarios