Orientaciones transpacíficas. La modernidad mexicana y el espectro de Asia

Sección: Reseñas
Sobre los autores:
  • Fernando Bañuelos 1
  • 1  New York University

Laura J. Torrez-Rodríguez. Orientaciones transpacíficas. La modernidad mexicana y el espectro de Asia . Chapel Hill, N.C., University of North Carolina Press, 2019. 262 pp. ISBN: 978-1-4696-5189-7


Orientaciones transpacíficas (2019) es el primer libro de Laura J. Torres-Rodríguez, profesora asociada de New York University. Los cinco capítulos que lo conforman consisten en “una serie de escenas donde distintas figuras centrales de la tradición cultural mexicana, formadas en una concepción mayoritariamente occidentalista y atlántica, perciben de pronto una afiliación con distintas naciones del continente asiático” (239, énfasis mío). La investigadora argumenta que la historia intelectual mexicana, particularmente en y alrededor del siglo XX, mantiene una relación de extimidad (término lacaniano) con Asia y el Pacífico, “un vínculo que a pesar de, o precisamente por, ser constitutivamente íntimo, se ha tendido a imaginar como ajeno” (17); de ahí ese “de pronto”, la incomodidad o sorpresa recurrente que, en su lectura, demuestran los escritores mexicanos al reconocerse en modelos filosóficos, artísticos o políticos “orientales”.

Los capítulos de Orientaciones transpacíficas se pueden leer de manera independiente, dado que cada uno trata autores y temas distintos, si bien se agrupan alrededor de tres momentos clave: la transición entre el Porfiriato y los primeros años del régimen revolucionario; las transformaciones del campo político y literario mexicano en los años sesenta, y los años de apogeo neoliberal y transición democrática a inicios del siglo XXI. Así, el primer capítulo lee el legado visual del orientalismo de José Juan Tablada, y el segundo revisa la importancia de la biblioteca india para el pensamiento y los proyectos políticos de José Vasconcelos. En el tercero, Torres-Rodríguez analiza las críticas al Estado priista que hace Roger Bartra a partir de la idea marxista del “modelo de producción asiático” (MPA), y continúa en el cuarto con una lectura brillante de las figuraciones orientalistas en El complot mongol (1969), de Rafael Bernal. En el quinto y último capítulo, analiza el retorno exacerbado del imaginario oriental del liberalismo porfirista en varias producciones culturales del cambio de siglo: el libro fotográfico Ricas y famosas (2002), de Daniela Rossell, dos novelas de Juan Villoro, las películas Japón (2002), de Carlos Reygadas, y Bola negra, el musical de Ciudad Juárez (2012), de Marcela Rodríguez y Mario Bellatin, y las instalaciones de Shinpei Takeda, artista japonés radicado en Tijuana.

Este corpus aparentemente inconexo está “anudado” (34) por una de las tesis de la investigadora, que “la reflexión intelectual sobre Asia en México se intensificaba en momentos claves de redefinición de las ideologías latinoamericanistas” (29). Para Torres-Rodríguez, en esta “serie de cristalizaciones estéticas y críticas [...] la investigación intelectual de distintos países de Asia se convierte en la tribuna para expresar una reformulación de la modernidad mexicana como experiencia global” (43). Dicha idea es importante para entender cómo el libro interviene en tres debates importantes para los estudios culturales y latinoamericanos.

Primero, está su apropiación particular del orientalismo teorizado por Edward Said, en 1978. El archivo orientalista que se ensambla en Orientaciones transpacíficas “consolida una red referencial que adquiere su propia direccionalidad” (25), no supeditada a las representaciones europeas de los países asiáticos, y “traza los pormenores de las trayectorias autóctonas por las cuales México produce su propio ‘Oriente’” (25). Torres-Rodríguez pone especial cuidado en no “aplicar” las ideas de Said al orientalismo mexicano, sino en desentrañar su lógica específica y los usos que se le dieron en distintas coyunturas. En esa misma dirección, el libro retoma la discusión de Enrique Dussel y Dipesh Chakrabarty sobre la transmodernidad, el estudio de la modernidad como “un fenómeno planetario que no es inherente ni se difunde unidireccionalmente desde la razón crítica europea” (31). Al enfatizar los momentos en que se privilegia el diálogo con Asia en la tradición intelectual mexicana, Torres-Rodríguez busca contrarrestar un modelo difusionista y eurocéntrico del devenir histórico reciente.

Por último, el libro busca poner al centro de la historiografía política e intelectual de México su estatus como imperio fallido. Torres-Rodríguez pone como antecedente directo a las representaciones orientalistas del siglo XX que estudia en su libro el dominio comercial y militar que el virreinato de la Nueva España ejerció en el Pacífico de forma casi autónoma y las ambiciones imperiales de los criollos que lideraron el proyecto de nación independiente. El ascenso de los imperios anglosajones durante el siglo XIX cortó dichas ambiciones y convirtió el Pacífico en una especie de phantom limb en la imaginación geográfica mexicana del siglo XX, “una extremidad cercenada del cuerpo territorial mexicano” (23) que reaparece insistentemente bajo la figura del espectro. Al enfatizar ese imperio que no fue, el libro “emplaza a México en el centro de la reflexión sobre la experiencia de modernización de las Américas” (33).

En el Capítulo 1, Torres-Rodríguez toma a José Juan Tablada como punto de partida para analizar cómo se transformó y actualizó el repertorio japonista del Porfiriato bajo el régimen revolucionario. Tablada funciona como bisagra entre esos dos momentos políticos y, también, entre dos momentos estéticos: el modernismo y la vanguardia. El pabellón japonés que el poeta construyó en su casa de Coyoacán funciona como metáfora del interior burgués defendido por el liberalismo porfirista y por los ideales de autonomía artística del modernismo. Ambos serían destruidos en las turbulencias sociales y estéticas que siguieron a la Revolución. El argumento central de la investigadora en este capítulo es que, al buscar modelos para la nueva posición del artista durante esos años de violenta transformación, Tablada también recurre al archivo japonés. En Hiroshigué (1914), el estudio de la pintura ukiyo-é “opera como bisagra de un nuevo registro: el de una fuga hacia el exterior” y “le ofrece a Tablada [...] una nueva relación entre estética y entorno, en un momento donde el registro interior basado en un discurso sobre las artes decorativas entra en crisis” (70). Tablada propone esta pintura paisajista como modelo para “la creación colectiva de un arte popular asociado al exterior nacional” (73) en un libro que abandona el interior burgués y autónomo para convertirse en plataforma pública. Posteriormente, en el manual Método de dibujo (1923), de Adolfo Best Maugard, los estudios sobre las artes aplicadas que Tablada desarrolló durante su viaje a Japón sirven como nexo entre el archivo japonista porfiriano y el interés por las artesanías mexicanas que compartían los vanguardiastas y el proyecto cultural nacionalista del régimen revolucionario.

En el segundo capítulo se estudia “la orientación transpacífica de Vasconcelos” (92) a través del uso que este autor hace de la tradición filosófica y nacionalista de la India. La intervención más importante de la autora a los estudios sobre la trayectoria intelectual de Vasconcelos surge de una lectura comparada de Estudios indostánicos (1920) y La raza cósmica (1925). Torres-Rodríguez argumenta que “el ensayo más famoso del escritor funciona como una configuración combinatoria, como una variante, de la topología textual presentada en Estudios indostánicos” (95). A través de una lectura minuciosa del texto, argumenta que Vasconcelos “[proyecta] en la historia de la India su proyecto intelectual para México” (101). Contra otros críticos que encuentran el origen del monismo del filósofo en su lectura de Plotino, la investigadora plantea que “Vasconcelos, siguiendo el afán sincretista de los reformadores indios, asegura que el monismo hindú es la fuente secreta tanto del pitagorismo como de la unidad neoplatónica de Plotino” (109). Las campañas de higiene que promueve como Secretario de Educación, la semiapoteosis de Madero en sus escritos, su fallida campaña presidencial como líder político y espiritual, y su teoría racial son varios de los elementos del ideario político y filosófico de Vasconcelos que Torres-Rodríguez rastrea a su misreading de la biblioteca india.

En el siguiente capítulo, Torres-Rodríguez estudia el lugar que tiene el concepto “modo de producción asiático” en las críticas que Roger Bartra hace al régimen del PRI entre los años sesenta y ochenta. Según la investigadora, “el ‘Estado asiático’ aparece como un imaginario político instrumental en la formación de un lenguaje teórico para desentrañar los mecanismos de dominación cultural priistas” (138). El MPA, y su contraparte política, el “despotismo oriental”, sirven en la tradición marxista para explicar la excepción asiática en la historia global del capital (139). Sin embargo, al trasladar ese concepto al contexto mexicano, Bartra encuentra que “esta supuesta ‘orientalidad’ de procedencia económica no es la causa cultural del subdesarrollo, sino una de las consecuencias materiales de la modernización capitalista” (143). Al operar ese cambio temporal (el MPA ya no es un vestigio, sino un efecto moderno), Bartra se coloca al frente de una corriente de pensamiento decolonial latinoamericanista que parte de “una preocupación por pensar la heterogeneidad socioeconómica o la hibridez como un factor determinante en la comprensión de la cultura política de la región” (143), a la vez que “los argumentos de Bartra sobre las manifestaciones multiformes de la historia moderna prefiguran muchos de los debates de los estudios poscoloniales” (143). Esta propuesta, colocar a Bartra en la genealogía de los estudios decoloniales y poscoloniales, es probablemente la más arriesgada del libro.

El cuarto capítulo, “Espectros de Mao: El complot mongol de Rafael Bernal” es el más rico e interesante del libro. La investigadora rechaza la lectura estándar de la novela de Bernal según la cual sus elementos orientalistas serían residuos automatizados del hardboiled norteamericano. En vez de conformarse con esa lectura difusionista, Torres-Rodríguez propone que El complot mongol (1969)

narra la progresiva militarización de las fuerzas policiales mexicanas desde la década del 1950 en el contexto de la Guerra Fría y ejerce una memoria todavía poco estudiada sobre los vínculos entre la persecución de los inmigrantes, el aplacamiento de los movimientos de izquierda y el manejo de tráfico de drogas por parte de estas mismas fuerzas. (176)

Así, la ambientación de la novela en un inexistente barrio chino de la Ciudad de México “evoca el espectro del maoísmo como el fantasma por el cual se instrumentaliza un orden policial dirigido a reprimir las insurrecciones locales” (176). Al leer El complot mongol en diálogo con el contexto de represión en que se publicó, y a contrapelo con los estudios de Oswaldo Zavala sobre las narcoficciones contemporáneas, este capítulo da nueva profundidad al lugar común de que la novela de Bernal es precursora del boom actual de la novela criminal en México.

“La hipermodernidad ‘oriental’ y el fin de siglo japonista” cierra el libro con una serie de lecturas de productos culturales recientes con resonancias japonesas. Torres-Rodríguez señala el retorno de Japón como referente central en el cambio siglo, después de haber sido relegado por India y China a lo largo de los 70 años de régimen priista. La explicación que propone es que

la caída del PRI provoca el retorno de Japón como referente transpacífico privilegiado, originalmente asociado a las estéticas de fin de siglo porfirianas, y este regreso se propone espectralmente como una estética global por venir. (194)

Esta lectura es útil para acercarse a El testigo de Juan Villoro, por ejemplo, ya que es una novela que se afilia explícitamente a la literatura mexicana del siglo XX. Sin embargo, muchas de las obras que trata en este capítulo difícilmente pueden ser leídas a partir de las coordenadas estéticas de esta tradición. Aunque hace referencia a la nueva proyección global de Japón como sitio hipermoderno a través del término “tecno-orientalismo” de Morley y Robinson, me parece que este capítulo no toma en cuenta el alcance del desplazamiento imaginario del Japón aristocrático y contemplativo de la dinastía Meiji a favor del Japón pop popularizado por el anime y la estética cyberpunk.

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