En la periferia sefardí de la modernidad española: “Oh tú que lo sabías” (Sefarad, 2001), de Antonio Muñoz Molina

In the Sephardic Periphery of Spanish Modernity: “Oh tú que lo sabías” (Sefarad, 2001), by Antonio Muñoz Molina

Sección: Artículos de investigación
Sobre los autores:
  • Daniel Arroyo Rodríguez 1
  • 1  University of Massachusetts, Lowell
Resumen

Desde 1492, las comunidades sefardíes se han definido sobre la base de su exclusión política, social y cultural de España. Partiendo de esta marginalidad, el capítulo “Oh tú que lo sabías”, incluido en la novela Sefarad (2001), de Antonio Muñoz Molina, traza una genealogía histórica desde la que articula las experiencias de dos supervivientes sefardíes del Holocausto, Isaac Salama y su hijo, identificado como el señor Salama. El regreso de estos personajes como refugiados al protectorado español de Marruecos durante la Segunda Guerra Mundial no implica un retorno triunfal a Sefarad, sino el inicio de un nuevo destierro que los desplaza una vez más a la periferia de la historia y del hogar soñado. Desde una perspectiva genealógica, la exclusión de estos personajes reinstaura la que tiene lugar en 1492 y que, cinco siglos después, continúa condicionando su identidad, sus experiencias y su exclusión de la modernidad.

  • Palabras clave:
  • Holocausto;
  • exilio;
  • memoria histórica;
  • Sefarad;
  • duelo.
Abstract

Since 1492, Sephardic communities have been excluded from Spanish culture, politics, and society. The chapter “Oh tú que lo sabías”, included in Antonio Muñoz Molina’s novel Sefarad (2001), recreates the experiences of two Sephardic Holocaust survivors, Isaac Salama and his son, identified in the book as Mr. Salama. These characters take refuge from Nazi persecution in Tangiers, in the Spanish Protectorate of Morocco. Their journey to a territory temporarily occupied by Spain does not imply a triumphal return to Sepharad. On the contrary, Isaac Salama and his son experience this displacement as a new exile that keeps them at the periphery of history and excluded once again from their longed-for home. From a genealogical perspective, this exclusion reenacts the expulsion of 1492, which reasserts, five centuries later, their identity, experiences, and exclusion from modernity.

  • Keywords:
  • Holocaust;
  • exile;
  • historical memory;
  • Sepharad;
  • mourning.

  • Exilio, niño mío, la carta del exilio y la partida
  • brusca, por qué siempre te sale…
  • Juana Salabert

En un artículo de periódico titulado “La nacionalidad del infortunio”, Antonio Muñoz Molina relata una conversación que mantiene en 1995 en Roma con el escritor rumano de origen sefardí Alexandre Vona y que en gran medida anticipa las bases de la novela Sefarad (2001), del autor ubetense. En este encuentro, Vona rememora un destierro que se inicia en la península en 1492 y que se extiende durante siglos para transformarse en un modelo para la reconstrucción de las memorias de los excluidos de la historia reciente de España y de Europa. Entre estos últimos se encuentran exiliados de la Guerra Civil (1936-39), Brigadistas Internacionales y una larga lista de desterrados cuya vida queda por siempre condicionada por el nazismo, el estalinismo y otros dramas sociales y políticos del siglo XX, como la drogadicción o la inmigración. Como consecuencia, y, al igual que los condenados a los que se refiere Joseph K. en El proceso, de Frank Kafka -y que cita Muñoz Molina en el epígrafe de Sefarad- estos individuos quedan frecuentemente relegados a los márgenes del discurso histórico y de la memoria colectiva: “Sí, dijo el ujier, “Son acusados, todos los que ve aquí son acusados”. ¿De veras?, dice K. “Entonces son compañeros míos” (citado en Sefarad, 157). Las historias de estos ‘acusados’-o sus novelas, según la metáfora galdosiana que sirve como uno de los principios estéticos de Sefarad- quedan archivadas en el “fondo de un cajón en el que siempre hay un olor a rancio, a tiempo clausurado, el tiempo cruel y memorable de las guerras y de las desgracias del siglo” (Nacionalidad).1

En Sefarad, Muñoz Molina revuelve este cajón para reconstruir la historia de aquellos individuos desterrados de la historia contemporánea y de la normalidad de la vida cotidiana. Como parte fundamental de este proceso, y frente a la indiferencia y exclusión de la memoria sefardí en la España contemporánea, el capítulo “Oh tú que lo sabías” traza una genealogía histórica desde la que articula la pérdida familiar que sufren durante el Holocausto dos judíos sefardíes de Budapest, Isaac Salama y su hijo (el señor Salama), y el posterior exilio de ambos en el protectorado español de Marruecos. Las experiencias y memorias de estos personajes ponen de relieve las exclusiones sobre las que se construyen la sociedad y la cultura españolas contemporáneas, que confrontan el final del siglo XX y el nuevo milenio sobre el olvido de unas memorias que corren el riesgo de desaparecer con el paso del tiempo. Como refleja la experiencia del señor Salama y de su padre, el destierro -el que experimentan en Tánger e, históricamente, el que lleva a sus antepasados a abandonar Sefarad en 1492- no se limita a un evento puntual sino que forma parte de un ciclo de exclusiones políticas, sociales y culturales que se repiten a lo largo de la historia. Se trata, en definitiva, de una experiencia que remite a los personajes a una consciencia permanente de extraterritorialidad y que señala la exclusión, no como accidente colateral de una historia que conduce en última instancia al progreso social, económico y político, sino como eje sobre el que se erige la modernidad española.

En las dos últimas décadas, esta novela ha generado una extensa y valiosa bibliografía crítica que se centra, entre los temas más destacados, en el Holocausto (Antonio Gómez López Quiñones, Susanne Zepp, Marije Hristova), en el desajuste entre la historia europea y española (David Herzberger, Hristova), en la digresión como estrategia narrativa (Alexis Grohmann, Samuel O’Donoughue), en la empatía (Nicola Gilmour) y en las correspondencias estilísticas entre Muñoz Molina y Marcel Proust (O’Donoughue, Jacques Soubeyroux, Daniela Omlor). A pesar del título de la novela, el tema sefardí es de los menos estudiados de esta obra. De hecho, el concepto de Sefarad actúa, más que como tema o argumento, como metáfora de todos los exilios y exclusiones de la modernidad europea, como clarifica el propio Muñoz Molina en una entrevista que concede a Ángel Vivas: “Sefarad es una metáfora. Es el país que se añora, puede ser España, la infancia, incluso la salud” (citado en Valdivia 57). Frente al carácter simbólico de esta referencia histórica y cultural, este estudio propone una reflexión sobre la representación en la novela de la exclusión que sufre específicamente la cultura sefardí en la España de finales del siglo XX como iteración de la que sufre este colectivo tras el Decreto de Expulsión de 1492 y durante los años treinta y cuarenta en Europa.

A pesar de la identidad colectiva que mantienen a lo largo de los siglos, de hablar judeoespañol como lengua de cuna y, en algunos casos, de poseer pasaporte español, la memoria de los judíos sefardíes cae de forma consistente en el cajón de los trastos rotos del discurso cultural en España. Con esta exclusión, se pasa también por alto que la comunidad sefardí constituye el grupo más cercano a la cultura y a la historia de España que resulta afectado por el antisemitismo y el exterminio nazi durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Las memorias de estos individuos constituyen por ello una valiosa perspectiva a la hora de abordar la historia de España dentro de un marco europeo contemporáneo. No obstante, y como actualización de su condición histórica y jurídica como desterrados, la experiencia y la memoria sefardí no alteran la percepción general del Holocausto y del antisemitismo europeo como eventos desvinculados de la realidad española. Así, y al margen de la ley de nacionalidad para sefardíes que aprueba el gobierno español en 2015 y del Real Decreto de 1924 que sirve de precedente a la primera, la cultura y la sociedad españolas no reconocen a la comunidad sefardí un sentido de pertenencia equiparable al de aquellas personas con nacionalidad de origen. Como explica Alfonso Aragoneses, desde la perspectiva oficial los judíos españoles no pueden aspirar a los mismos derechos y beneficios que aquellos individuos “nacidos en España, hijos de españoles y educados en el ambiente y espíritu de España” (Aragoneses). Esto les impide refugiarse en este último país durante la Segunda Guerra Mundial o, en los contados casos en los que esto sucede, integrarse en una sociedad en la que, pasados los años, apenas queda constancia de su pertenencia a la misma.2 De hecho, la imagen colectiva de la cultura y de la identidad sefardí continúa remitiéndose al periodo previo a la expulsión de 1492, como ponen de relieve las rutas turísticas de Sefarad y su exposición tras las vitrinas de los museos sefardíes de Toledo y Granada, y de la Casa Sefardí de Córdoba.

Partiendo de la experiencia de Isaac Salama y de su hijo, y a modo de resumen, este capítulo propone una reflexión sobre la liminalidad de estos personajes en un contexto que en ningún momento se plantea una reflexión sobre la pertenencia sefardí a la cultura española o sobre el impacto del Holocausto en una comunidad devastada por este episodio de la historia. Entretejiendo historia y ficción, estos personajes logran huir de Hungría con la ayuda del cónsul español Ángel Sanz Briz.3 Tras desempolvar el decreto de 1924, Sanz Briz concede a Isaac Salama y a su hijo pasaportes españoles que les permiten establecerse, “solos y perdidos” (336), en Tánger. El señor Salama y su padre escapan así al destino de la madre y de las dos hijas de la familia quienes, según relata el señor Salama al narrador principal de este capítulo, son capturadas por los nazis y asesinadas en la cámara de gas de un campo de concentración en Polonia. Más allá de estos datos escuetos, poco se sabe de la experiencia de la esposa y de las hijas por las que Isaac Salama guarda un luto riguroso el resto de su vida y de las que “ni siquiera guardaba una sola fotografía, un asidero para la memoria, una prueba material” (321). Antes de morir, y dejándole su duelo como herencia, Isaac Salama pide a su hijo que visite el campo de concentración donde asesinan a las mujeres de su familia. Siendo ya adulto, el señor Salama conoce al narrador primario, a quien relata fragmentos de esta historia y que este último reconstruye en este capítulo de la novela.

Más allá de limitarse a rememorar la historia de estos personajes, este relato desarticula un discurso teleológico desde el que, como indica Tabea Alexa Linhard, se invoca una versión romántica de un pasado remoto para dar coherencia a una narrativa genérica de liberación del Holocausto en España (89). Así, y de acuerdo con la interpretación que plantea Linhard, la representación de la relación histórica entre España y los judíos se ajusta a una estructura narrativa que consta, como indica Dominick LaCapra, de “a beginning, a middle, and an end, whereby the end recapitulates the beginning after the trials of the middle and gives you […] some realization of what is was all about” (156).4 Esta perspectiva teleológica plantea limitaciones a la hora de comprender el pasado, ya que glosa e incluso elimina del discurso histórico aquellas experiencias y eventos que no se ajustan “a ese patrón de la historia como historia-de-progreso” (Rogado 2). Frente a esta aproximación, Sefarad reflexiona sobre aquellos eventos y experiencias que quedan fuera de la articulación de la historia, enfatizando los prejuicios que la acompañan y la empatía hacia aquellos individuos que quedan arrollados bajo sus engranajes. Desde este enfoque, la novela aborda la experiencia sefardí -y, en particular, la de Isaac Salama y su hijo- en función de un origen excluyente, es decir, de la expulsión de la península que promulgan los Reyes Católicos en 1492, y por el deseo de volver a Sefarad, esto es, a una patria construida como un paraíso perdido y al que es imposible regresar.

Esta perspectiva cuestiona también toda certeza histórica para enfatizar, según indica Pablo Valdivia, el lazo de empatía en la lectura y la verosimilitud calculada de la novela (593). Con este propósito, Sefarad formula aquello que, siguiendo a Friedrich Nietzsche, Michel Foucault denomina como una genealogía histórica. A diferencia del discurso histórico, el propósito de esta genealogía no es afianzar, sino disipar las raíces identitarias del sujeto. A modo de ejemplo, la genealogía histórica desarticula el discurso del estado-nación sobre el que, desde una lógica excluyente, se afianzan las identidades europeas modernas. De acuerdo con esta línea teórica, Muñoz Molina reconstruye un relato cuyo propósito no es descubrir “esa patria primera a la que los metafísicos proponen que regresemos” (Foucault, Genealogía 67) y que, en el caso del destierro sefardí, se identifica con Sefarad. Por el contrario, el relato del señor Salama y de su padre revela una serie de discontinuidades que quedan excluidas del discurso histórico e incluso de una percepción teleológica del devenir de la historia.

Al confrontar estas discontinuidades, la genealogía histórica pone en tela de juicio los fines y propósitos sobre los que se asienta todo discurso teleológico -el materialismo histórico, por ejemplo- para revelar, desde el punto de vista de los excluidos, el estado de excepción permanente que se oculta tras toda concepción determinista del ideal de progreso de la modernidad. Así, y frente a un discurso histórico que se orienta hacia su propio final -hacia el final de la historia que declara Francis Fukuyama- la perspectiva genealógica desvela, según indica Walter Benjamin en su novena tesis sobre la filosofía de la historia, “una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina” (310) conforme se despliega la tormenta del progreso. Partiendo de este modelo, y liberada de todo referente metafísico y antropológico, Sefarad no propone un retorno mítico al hogar perdido, sino que desestabiliza este discurso desde las disrupciones espaciales, temporales e incluso ontológicas que supone el destierro como función constante de la ecuación de la modernidad.

A la hora de reconstruir esta genealogía, Sefarad retoma la tradición de la novela marco que caracteriza a la prosa hebrea y de Oriente Medio del periodo medieval y, por consiguiente, anterior al proyecto de modernidad que marca la expulsión de 1492.5 Según explica Ángeles Navarro, este modelo narrativo consiste en la agrupación de una serie de relatos que, a pesar de ser autónomos, mantienen una conexión temática y estructural. En estos relatos emerge con frecuencia la figura de un narrador autoficticio, lo que produce en lectores y críticos literarios “cierta confusión entre realidad y ficción […] dejando en el aire la identificación del autor con alguno de sus protagonistas” (Navarro 41). Entre los ejemplos más destacados que siguen esta estructura se encuentran El libro de los entretenimientos, de Yosef Ben Meir Ibn Zabarra (siglo XII) -considerada como la primera novela hebrea que se escribe en la península-; el Libro de los engaños e los asayamientos de las mujeres -conocido también como Cuentos de Sendebar-, y Las mil y una noches , cuya narradora principal, Sheherezade, da nombre a uno de los capítulos de la novela de Muñoz Molina. Este modelo narrativo pone a su vez de relieve ciertas características que pueden interpretarse como posmodernas. Entre estas últimas se encuentran, por ejemplo, el uso de un ‘yo ficcionalizado’ que se construye sobre la base de elementos presumiblemente biográficos del autor y la disipación de las líneas que delimitan la ficción y el relato histórico. Se trata, en definitiva, de algunos de los elementos más sobresalientes de Sefarad que, partiendo del modelo de la novela hebrea medieval, hilvana distintas discontinuidades históricas con el destierro como hilo temático y estructural.

En relación al uso del ‘yo ficcionalizado’, una de las estrategias que más ha llamado la atención entre la crítica literaria, Grohmann indica que cabe suponer “que es Antonio Muñoz Molina quien narra episodios o épocas enteras de su propia vida” (153). La “errabundia genérica” de Sefarad (147) que discute este crítico en su estudio homónimo surge en parte del carácter fuertemente autobiográfico de la novela, reforzando “su naturaleza de relato real natural” (149, énfasis en el original). Atenuando esta interpretación autobiográfica de la novela, y teniendo en cuenta capítulos como “Olympia”, “Eres”, “Dime tu nombre” y “Sefarad”, Susana Arroyo Redondo apunta que “en Sefarad el proceso de identificación narrador-autor resulta complicado por la fragmentación del propio discurso de la voz que guía el relato. Valdivia, por su lado, niega toda correspondencia entre la voz narrativa y la biografía de Muñoz Molina” (36). Sin embargo, y de acuerdo con Arroyo Redondo, datos vitales como los orígenes provinciales, la vida burocrática abandonada por la escritura, el primer matrimonio fracasado y la actual residencia en Nueva York coinciden puntualmente con la vida del autor (37). El propio Muñoz Molina explica que la confusión entre el yo del autor y el yo narrativo de los libros -una de las cuestiones que le reprocha Erick Hackl en el acalorado debate que ambos mantienen en Revista de Cultura Lateral entre junio y septiembre de 2001- es simplemente un artificio de la creación literaria (Muñoz Molina, “Caso Hackl”). Este artificio, que el autor no identifica explícitamente, consiste precisamente en la autoficción, es decir, en “hacer de la propia persona un personaje, insinuando de manera confusa y contradictoria que ese personaje es y no es el autor”, de forma que “lo real se presenta como un simulacro novelesco sin apenas camuflaje o con evidentes elementos ficticios” (Alberca 32-33).

En cuanto a los aspectos estilísticos y técnicos de Sefarad, resulta notable la influencia narrativa de William Faulkner y de Marcel Proust, particularmente, a la hora de estimular, como indica Valdivia, una lectura activa y empática de la obra (78).6 En relación a Faulkner, este crítico destaca la influencia de la novela Palmeras salvajes (1939), construida sobre la base de dos relatos entrelazados que se desarrollan de forma no lineal. Valdivia subraya también la alternancia de voces y del uso del estilo directo e indirecto al que recurre el autor americano y que encontramos también en Sefarad (455). Más aún, este crítico destaca el perspectivismo y el fragmentarismo de las líneas narrativas que convergen tanto en Palmeras Salvajes como en Sefarad, lo que permite a los autores construir mundos posibles “en los que el lector debe contribuir a su articulación lógica” (78). Al igual que Valdivia, Grohmann señala además la influencia de la novela de Faulkner ¡Absalón, Absalón! (1936), como refleja el énfasis en Sefarad de escuchar y de ser escuchado y el intercambio de voces narradoras (Grohmann 154-55).

En lo que respecta a Proust, Soubeyroux, Valdivia y O’Donoghue destacan la influencia en Sefarad de la novela En busca del tiempo perdido, publicada en siete partes entre 1913 y 1927. Como indica Valdivia, esta influencia puede observarse en la construcción del tiempo narrativo y en la indagación y recreación de la memoria (78), cualidades que se aprecian en capítulos como “Valdemún”, “Berghof”, “Narva” y “Sefarad”. De hecho, Muñoz Molina emplea un procedimiento similar al que usa Proust a la hora de recrear el pasado sobre la base de una reacción en cadena, en la que, partiendo de una imagen o un objeto, y adoptando una voz narrativa que oscila entre la primera y la tercera persona, el relato conduce al lector o lectora entre una multiplicidad de identidades (Valdivia 78). O’Donoghue coincide en esta apreciación cuando afirma que, si la novela de Proust propone un modelo para recuperar y comprender la identidad propia, la de Muñoz Molina hace lo propio para entender al otro (“Errancy” 212). Este último crítico analiza también la relevancia de los tiempos perfectos y progresivos, el recurso a la memoria involuntaria y el uso de distintos recursos retóricos y narrativos a la hora de crear una cronología flexible en Sefarad en la que interactúan pasado y presente (“Errancy” 229). Más aún, y de forma similar a la novela de Proust, Sefarad elude toda certeza a la hora de construir la identidad individual, enfatizando, por el contrario, su alteridad en función del sufrimiento de los personajes que transitan por sus páginas (“Errancy” 230).

Profundizando en la construcción de la alteridad y la empatía, otra de las cualidades sobresalientes de Sefarad radica en su capacidad de implicar éticamente al lector o lectora. De hecho, el narrador invita a este último a tomar una postura en la narrativa, según indica Gómez López Quiñones, como “un sujeto ético capaz de responder a las demandas de un otro-víctima y la identificación con un otro literario” (“Holocausto Ética” 70). Esta implicación ética comienza con la propia lectura del texto como acto necesario a la hora de establecer una cadena de discontinuidades entre los relatos que componen la novela y de estimular, más allá de la empatía, una identificación heteropática con sus personajes.7 Sefarad hace así partícipe al lector o lectora en la construcción de aquello que Luisa Passerini denomina como una memoria intersubjetiva y que define como “a memory of a memory, a memory that is possible because it evokes another memory. We can remember only thanks to the fact that somebody has remembered before us, that other people in the past have challenged death and terror on the basis of their memory. Remembering has to be conceived as a highly inter-subjective relationship” (2). Esta memoria tiene la capacidad, como ejemplifica el narrador en “Oh tú que lo sabías”, de generar relatos desde los que rememorar y compartir el recuerdo de lo que fueron los campos de concentración y de exterminio una vez que desaparezcan los últimos supervivientes.

Este modelo de memoria antepone el tiempo narrativo al histórico, lo que permite al narrador presentar distintos acontecimientos como si fueran coetáneos con respecto a la lectora o al lector. De hecho, este capítulo expone la exclusión y el desarraigo como cimientos sobre los que se construye la historia para cuestionar la seguridad del presente de enunciación y de lectura del relato. Desde esta aproximación, “Oh tú que lo sabías” apela al lector a situarse, a través de un proceso de desestabilización empática -siguiendo la terminología que propone Dominick LaCapra (78)- en la posición de aquellos individuos que quedan relegados a la exclusión y a la marginalidad tras ser víctimas de las vicisitudes de la historia. De este modo, el autor enfatiza, como indica en una entrevista que concede a Radio Sefarad en el año 2013, que “la Historia sucede, parece que la historia sucede, pero la historia no sucede, la historia le sucede a alguien” (web). Muñoz Molina rechaza así una aproximación documental y transparente a la historia que ignora las pasiones, emociones y sentimientos que la acompañan, invitando a lectores y lectoras a adoptar una postura empática que les permita imaginarse en la posición de los personajes pero sin identificarse con ellos.8 Como indica el señor Salama al narrador y, por extensión a la lectora o lector, en relación a un accidente de tráfico que sufre durante su juventud y que lo deja discapacitado, “Qué puede entender usted, y perdóneme que se lo diga, si tiene sus dos piernas y sus dos brazos” (342).

Más aún, y con objeto de estimular una lectura ética, el autor recurre a técnicas narrativas propias de la oralidad y de la reconstrucción de la memoria. Para ello, y como indica Beatrijs de Wandel, el narrador se adhiere a la misma estructura anisocrónica a la que recurren los personajes en este capítulo, lo que permite al autor abordar la historia desde los marcos estructurales de la memoria y enfatizar el valor de la experiencia vivida sobre el propio discurso (21).9 En lo que respecta a la oralidad, el narrador primario relata sus memorias y reflexiones de una conversación que mantiene con el señor Salama en Tánger años atrás y en la que el primero ocupa la posición de receptor (a nivel intradiegético) y de narratario (en un plano extradiegético). La lectora o lector, por su parte, adoptan la misma posición receptiva como narratario que adopta inicialmente el narrador cuando conoce al señor Salama. En este segundo eslabón comunicativo, el narrador asume una función agencial sobre la memoria, tanto de aquella que guarda de su encuentro con el protagonista como de las que este último le transmite. El relato del narrador primario completa así un ciclo en la cadena de transmisión de la memoria, cediendo el testigo al lector o lectora como agente heteropático e intersubjetivo que garantiza, al menos de forma provisional, la transmisión y la pervivencia de la memoria del señor Salama y de su familia. De este modo, los eventos que narran el protagonista y posteriormente el narrador primario no quedan restringidos a una temporalidad pretérita o a una curiosidad de la historia sino que se reactualizan en el tiempo narrativo -e incluso durante la propia lectura de la novela- para abrir una vía a la memoria del Holocausto y del antisemitismo moderno europeo en un momento en el que los últimos testigos directos confrontan su final biológico. En este sentido, y evocando la fusión entre historia y ficción a la que recurre Semprún en sus testimonios novelados sobre su experiencia en Buchenwald, la ficción se plantea en Sefarad como una herramienta testimonial que tiene como propósito, según indica Foucault en relación a los relatos de Sheherezade, “to delay the inevitable moment when everyone must fall silent… to exclude death from the circle of existence” ( What is 117).10

No obstante, y en lo que respecta a su contenido, la memoria intersubjetiva que reconstruye Sefarad se aleja progresivamente del relato que Isaac Salama transmite a su hijo, como si se tratase de una narrativa especular que, al distanciarse en el tiempo, desdibuja la historia original. De hecho, y conforme pasa de padre a hijo, del hijo al narrador y, del narrador a la lectora o lector, los detalles y certidumbres de esta memoria se diluyen gradualmente. Así, por ejemplo, el narrador no recuerda datos importantes, como los nombres del señor Salama, de su madre y de sus hermanas, o el del campo de concentración en el que estas son asesinadas. El propio señor Salama reflexiona sobre la fragilidad de la memoria tras ver en televisión “una entrevista con un hombre que se había quedado ciego a los veintitantos años: ahora tenía cerca de cincuenta, y decía que poco a poco todas las imágenes se le habían ido olvidando, se le habían borrado de la memoria, de manera que ya no sabía recordar cómo era el color azul, o cómo era una cara, y ya ni siquiera soñaba con percepciones visuales” (327). Tanto la memoria intersubjetiva como la ficción intervienen así sobre las grietas que genera el paso del tiempo sobre la memoria individual y colectiva, y como respuesta heteropática ante un olvido que, en última instancia, es inevitable. Como advierte el narrador, “Lo más firme se esfuma, lo peor y lo mejor, lo más trivial y lo que era necesario y decisivo […] hasta algunos de los mayores infiernos sobre la tierra quedan borrados al cabo de una o dos generaciones, y llega un día en que no queda ni un solo testigo vivo que pueda recordar” (311).

El recurso a la memoria intersubjetiva permite asimismo al narrador reconstruir la anisocronía sobre la que Isaac Salama construye la historia de su familia y que le transmite a su hijo a modo de herencia. Así, y siguiendo el modelo de la memoria colectiva, el devenir histórico no se despliega siguiendo una cronología lineal sino que se ajusta a un tiempo generacional que desbarata las coordenadas del individuo en relación al espacio y a la temporalidad en los que habita. Como indica Isaac Salama a su hijo, “nuestra familia había guardado durante generaciones la llave de la casa que había sido nuestra en Toledo y todos los viajes que habían hecho desde que salieron de España, como si me contara una sola vida que hubiera durado casi quinientos años” (337). A causa del destierro físico y cultural que experimentan estos personajes, su historia se proyecta sobre un pasado que, siguiendo los avatares de una historia, según indica Foucault, “sin jalones ni coordinadas originarias” ( Genealogía 50-1), determina su expulsión de la corriente del progreso, como ponen de relieve el Decreto de Expulsión de 1492 o las Leyes de Núremberg de 1935.11 Como consecuencia, y de forma similar a la imagen del Angelus Novus de Klee, estos personajes se desplazan hacia un futuro incierto mientras mantienen sus miradas ancladas en las ruinas de una historia de exclusiones, destierros, pogromos y exterminio sobre las que se construye la modernidad.12

Para garantizar la permanencia de la memoria más allá de la temporalidad histórica y de su propia muerte, Isaac Salama impone sobre su hijo la obligación de recitar por él el Kaddish durante once meses -según prescribe la tradición hebrea- y de visitar el campo de exterminio en el que son asesinadas su madre y hermanas.13 No obstante, la visita a este lugar de memoria resulta infructuosa, revelando la inevitabilidad del olvido y, en el caso del señor Salama, la imposibilidad de llevar a cabo el trabajo duelo que le impone su padre. De forma paralela a como ocurre con la memoria intersubjetiva, y como si de un memento mori se tratase, con el paso de los años la memoria material del campo se deshace entre la maleza, hasta el punto de volverse prácticamente inapreciable. De hecho, cuando visita el campo de exterminio el señor Salama solo encuentra “un claro en el bosque. El cobertizo de una estación y un letrero oxidado” (320). El protagonista solo puede reconocer el campo vagamente gracias a las indicaciones de un superviviente que ejerce de guía para mostrar a los visitantes los raíles del tren que un día llevaron a la madre y hermanas del señor Salama hasta ese lugar, los ladrillos quemados de los crematorios o cucharas herrumbrosas que se quiebran bajo las pisadas y que en algún momento fueron “uno de los tesoros más valiosos para la vida de un hombre” (315). La memoria se disuelve así junto con los residuos materiales del campo, sin que quede ninguna evidencia perdurable más allá del testimonio, del acto de duelo y del propio texto literario.

A la hora de completar las lagunas que genera el paso del tiempo en la memoria, y desde una postura ética y estética similar a la que adopta previamente Semprún, el narrador, recurre explícitamente a la ficción.14 Así, por ejemplo, y como explora en mayor profundidad O’Donoghue, ambos escritores recurren a la imaginación empática y a la reflexión textual para desgranar hechos históricos abstractos desde la perspectiva de aquellos individuos cuya experiencia vital queda condicionada por los mismos ( Truth 330-31) y para revestir de veracidad a la realidad. En este proceso de ficcionalización -y elaborando sobre observaciones ya comentadas por Vigdis Ahnfelt (175)- el narrador reconstruye una imagen vívida y sensorial del campo de concentración sobre el claro en el bosque que percibe el señor Salama al llegar a este lugar. El narrador transforma así una experiencia inimaginable -según la fórmula que propone Semprún en La escritura o la vida (280)- en un relato verosímil: “Decenas de miles de seres humanos hacinados allí durante cuatro o cinco años, bajando en ese andén de los vagones de ganado y alineándose en las plataformas de cemento, ladridos de órdenes en alemán o en polaco y gritos de dolor y eternidades de desesperación… de todo aquello no quedaba nada” (314). La ficción actúa en este sentido como un añadido regenerador que se sobrepone sobre un testimonio original impreciso y deteriorado pero que, como ocurre con la restauración artística, muestra los límites entre el discurso original y su reconstrucción. De este modo, el narrador reconstruye el campo de concentración sobre la “anchura del claro” ( Oh tú 312) que ocupa el espacio del campo de concentración, restaurando, al menos en el terreno de la ficción, un lugar de memoria que permita llevar a cabo un duelo por la madre y hermanas del señor Salama.

Más allá de toda evidencia material e incluso de la propia memoria, el único rasgo identitario que permanece en el individuo es, según indica el narrador en el capítulo homónimo de Sefarad, “el desarraigo, la sensación de no estar del todo en ninguna parte, de no compartir las certidumbres que en otros parecen tan naturales” (609). Como consecuencia, padre e hijo se refugian en prácticas religiosas que se mantienen inmutables con el paso de los siglos, retomando una identidad que, como europeos originalmente laicos, rechazan durante su juventud. De hecho, y afectado por la tragedia y por un sentimiento indeleble de culpa por no haber podido salvar a su esposa e hijas, Isaac Salama abandona todo aquello “que no fuera el trabajo, el trabajo y el luto, la religión, la lectura de los libros sagrados que no había mirado jamás en su juventud, las visitas a las sinagogas, que yo no había pisado hasta que vinimos aquí” (328). Como si de un destierro interior se tratase, Isaac Salama se sustrae así del lugar físico (Tánger) y de la temporalidad en las que aparentemente habita para refugiarse en el espacio melancólico de la memoria, es decir, en un vacío existencial marcado por la asincronía y la culpabilidad.

En este espacio melancólico, Isaac Salama se remite a una memoria genealógica desde la que, desbordando el tiempo y el espacio, proyecta su regreso a Sefarad, es decir, a “nuestra patria verdadera, aunque nos hubieran expulsado de ella hacía más de cuatro siglos” (337). En el marco de esta memoria genealógica, la expulsión de Sefarad emerge como el origen de un destierro en el que este personaje continúa viviendo cinco siglos después al margen de toda formalidad legal y del propio devenir histórico. Por su lado, 1935 (cuando se aprueban las Leyes de Núremberg) y 1942 (un momento en el que el nazismo arrasa Europa), insertan nuevas discontinuidades históricas que vuelven a marcar la condición de los personajes como desterrados. Como segundo eslabón de esta discontinuidad histórica, el Holocausto refleja el reverso de una modernidad que acaba transformándose en su propio punto de inflexión, como enfatizan, entre una amplia bibliografía, los estudios de Theodor Adorno (“Cultural Criticism and Society”), Zygmunt Bauman ( Modernity and the Holocaust ) y LaCapra ( Writing History, Writing Trauma ). Desencantado con todo lo que representa la civilización europea -a la que “había amado sobre todas las cosas” (336)- y motivado por la fobia antimoderna que desarrolla tras la muerte de su esposa e hijas, Isaac Salama se transforma en un “judío celoso de la Ley” (337) que recuerda a su hijo a “los judíos pobres y ortodoxos de Budapest, los judíos del este que nuestros parientes sefardíes miraban por encima del hombro […] gente atrasada, incapaz de incorporarse a la vida moderna, enferma de preceptos religiosos” (332-33).

Lejos de constituir un refugio definitivo, la estabilidad y la pertenencia que los personajes encuentran en Tánger se hallan sujetas a una serie de vicisitudes históricas y políticas que afectan a este territorio y a su condición como sujetos liminales. Inicialmente, Isaac Salama interpreta su refugio en un territorio técnicamente español, aunque fuera de la península, como un regreso a Sefarad, es decir, a una patria que se mantiene inalterable ante los desastres de la modernidad y al margen de la Europa del progreso y de la ilustración. De hecho, padre e hijo llegan a Tánger “con nuestro pasaporte español, con nuestra nueva identidad española que nos había salvado la vida, que nos había permitido escaparnos de Europa” (336). No obstante, esta identidad, junto con el nuevo exilio que experimentan los personajes, no supone un regreso mítico y teleológico a Sefarad, como anticipa erradamente Isaac Salama. Por el contrario, esta identidad -junto con el espejismo de haber llegado a un hogar que pueden ver y casi tocar desde las playas de Tánger- se disuelve gradualmente como manifestación sutil y ralentizada de un destierro histórico que vuelve a subrayar la condición de los personajes como excluidos. Así, el protagonista discierne desde Tánger las luces de la costa andaluza, lo que subraya paradójicamente, no la cercanía, sino la distancia de la tierra prometida: “España está a un paso, a una hora y media en barco. Son esas luces que se ven desde la terraza del hotel […] España es un sitio casi inexistente, de tan remoto, un país inaccesible, desconocido, ingrato, llamado Sefarad” (339-40).

Más aún, poco después de llegar a Tánger, este espacio deja de formar parte del protectorado español. A partir de este momento, los personajes pasan a habitar en la línea de incertidumbre que rige las relaciones entre España y Marruecos, es decir, entre dos espacios políticos que, como indica Isaac Salama, no quieren saber nada de “las cosas españolas de Tánger ni de los españoles que todavía quedamos aquí” (341). Llegado a este punto, Isaac Salama admite que Sefarad no es España, sino un espacio de exclusión permanente. Como afirma este personaje una vez que España abandona el protectorado en 1945, “Sólo espero que nos echen con mejores modales que los húngaros, o que los españoles en 1492” (340). Desde la perspectiva del hijo, no pasa desapercibida la referencia de Isaac Salama a los españoles “en tercera persona” (341), como si su padre “no se considerase ya uno de ellos” (341). Alienado de una patria en la que inicialmente cree encontrar refugio -y de forma similar a como reniega anteriormente de su condición como europeo- Isaac Salama acaba también rechazando su identidad española, “aunque tuviera la nacionalidad y durante una parte de su vida hubiera sentido tanto orgullo de pertenecer a un linaje sefardí” (341).

En un intento por superar la parálisis existencial que le impone este nuevo destierro y de marcar distancias con respecto a su padre, el señor Salama trata infructuosamente de iniciar una nueva historia, memoria e identidad que lo desvincule de su pasado. Para ello, el protagonista se integra en el mundo universitario de Madrid de mediados de los años cincuenta, es decir, en una realidad aparentemente libre de “la fuerza de gravedad del pasado […] de su familia, de su ciudad y su linaje” (326). De hecho, el protagonista abandona Tánger con el propósito de vivir libre “de la presencia y la rememoración obsesiva de los muertos” (326) que le impone su padre. Como reconoce años después ante el narrador, “En Madrid, los años de la universidad, yo me olvidé de mi infancia y de las caras de mi madre y de mis hermanas” (328). No obstante, el señor Salama sufre un accidente de tráfico que desbarata sus planes y que le revela la imposibilidad, como indica Herzberger, “of establishing an identity unfettered by time, space, and tradition” ( Representing 91). Este accidente obliga al personaje a abandonar la península como proyección mítica de un hogar que, como indica Linhard, “is not only meandering and often misleading, it is never to be realized” (64). Como consecuencia, y cuando prácticamente ha conseguido empezar de cero, el señor Salama debe resignarse a cumplir con los deseos de su padre, a ocuparse del negocio familiar y a retomar la identidad y la memoria que rechaza durante su juventud. El señor Salama pasa así, de ser “el único de todo su linaje que cumplió el sueño heredado del progreso” (340) a ser “expulsado otra vez y ya definitivamente, por culpa de un infortunio que él, con los años, ya no consideraba obra injusta del azar, sino consecuencia y castigo de su propia soberbia” (340).

La discapacidad del señor Salama emerge también como un nuevo destierro interior que se suma al que sufre durante su infancia cuando otros niños lo insultan por la calle y que lo lleva a renegar de su identidad judía. El antisemitismo que experimenta el señor Salama no rechaza el judaísmo como una herencia histórica, étnica, cultural o religiosa. Por el contrario, y partiendo de una interpretación biológica del concepto de raza, el antisemitismo contemporáneo construye el judaísmo como una identidad negativa que se adscribe arbitrariamente sobre los personajes, subrayando, a modo de advertencia, que “Even those who facilitate and adapt to the modern world may be spewed out by it” (Roth; Rubenstein 3). Bajo esta adscripción se oculta, según explica Herzberger, un acto de terror que “anula el derecho del individuo de elegir cómo (y si) desea afiliarse con su comunidad” (Disciplina 53) y que forma parte de un proceso metódico de alienación forzada.15 En este sentido, el señor Salama rechaza el judaísmo, no como una afiliación cultural o como una forma de ser-en-la-historia y en el mundo, sino como una identidad impuesta que lo condena a la marginalidad, al exilio y, en el caso de su madre y hermanas, a la cámara de gas: “Cuando tenía nueve o diez años, en Budapest, lo que yo quería no era que los judíos nos salváramos de los Nazis. Se lo digo y me da vergüenza: lo que yo quería era no ser judío” (342-43).

La adscripción de la identidad que sufre el señor Salama -y como sucede también con otros personajes históricos que aparecen en la novela, como Victor Klemperer, Jean Améry y Primo Levi- pone de relieve, no el carácter excepcional de su exclusión, sino la universalidad del desarraigo que experimenta el primero. La exclusión se presenta así como una amenaza permanente que condiciona la existencia de todo individuo -incluyendo potencialmente al propio lector o lectora real- y que transforma su identidad, seguridad y sentimiento de pertenencia en un espejismo. El narrador elimina de este modo todo asidero moral para exponer una realidad en la que el destierro deja de ser la excepción para transformarse en una constante de la historia. Más aún, el narrador suprime la falsa línea de seguridad que distancia al lector de los personajes, llevándole a reflexionar sobre “the easy certainty of their own identity as being outside the traumatic stories told, as being different from those to whom these terrible events happen. It is a way of denying that separateness of forcing the reader to a sense of identification and solidarity through the use of their imagination” (Gilmour 853).

De forma similar a la adscripción antisemítica del judaísmo como identidad, la discapacidad del personaje lo somete a un nuevo destierro que lo obliga, una vez más, a existir al margen de toda normalidad. Como indica el señor Salama, “Eso sí que es una frontera, como tener una enfermedad muy grave o muy vergonzosa o llevar una estrella amarilla cosida a la solapa… Ser judío me daba entonces la misma vergüenza y la misma rabia que me dio después quedarme paralítico, tullido, cojo, nada de minusválido o discapacitado” (342).16 Al identificar la vergüenza que siente por ser judío durante su infancia con la que le produce su discapacidad, el señor Salama responde a una lógica genealógica que se limita a yuxtaponer discontinuidades -es decir, acontecimientos históricos y personales que desbaratan la vida del individuo- y que no atiende a relaciones de causalidad. El antisemitismo y el accidente de tráfico actúan así de forma conjunta para sumergir al protagonista -y de forma similar a como le ocurre anteriormente a su padre- en una memoria ucrónica y obsesiva que condiciona su exclusión irremisible de la modernidad:

Si no hubiera conducido tan temerariamente aquel coche, piensa día tras día, con el mismo luto obsesivo con que su padre pensaba en la mujer y en las hijas a las que no había podido salvar, si no hubiera tenido tanta prisa para volver cuanto antes a la península, por subir hacia Madrid no en los lentos trenes nocturnos que cruzaban el país entero desde el sur hacia el norte… sino en el coche que su padre le había regalado como premio al terminar con tanta brillantez las dos carreras que había estudiado simultáneamente. (340)

A raíz de este accidente, el protagonista no solamente es expulsado de España, es decir, de un espacio aparentemente libre de la carga del duelo y de la memoria, sino también de toda relación social que le permita construir un nuevo futuro. Esta exclusión queda patente durante un viaje en tren de Tánger a Casablanca en el que el protagonista conoce a una mujer “joven, muy guapa, muy conversadora, cultivada, seguramente española” (351) y por la que siente “un deseo sexual muy fuerte” (352). Durante un instante de su vida -es decir, durante el tiempo que tarda el tren en llegar a su destino-, el protagonista vislumbra “una promesa física de felicidad” (352) similar a la que experimenta durante su juventud cuando observa las luces de España desde el norte de África. No obstante, esta felicidad real y tangible cede ante la consciencia de su discapacidad, lo que lo lleva a esconder “sus piernas tullidas bajo la gabardina” (351) y sus muletas tras una bolsa de viaje. Más aún, el señor Salama no se baja del tren al final de su trayecto, sino que continúa hasta Rabat ya que, si se bajara en su destino, “tendría que recobrar las muletas” (352). Avergonzado y “con rabia secreta” (353) por el destierro que en esta ocasión le impone su propio cuerpo, el protagonista le da una dirección y un teléfono falsos a la mujer cuando ésta le apunta sus datos con la intención de volver a verle.

El recuerdo de esta mujer lleva posteriormente al señor Salama a evocar el poema “À une passante” [A una transeúnte] incluido en Les fleurs du mal [Las flores del mal] de Baudelaire y que justifica, en su traducción al español, el título de este capítulo de Sefarad. Esta mujer aparece ante el señor Salama como “Fugitive beauté/ Dont le regard m’a fait soudainement renaître” [Belleza fugitiva/ cuya mirada me ha hecho renacer de repente] (Baudelaire) para, acto seguido, darse cuenta de que “J’ignore où tu fuis/ tu ne sais où je vais” [No sé a dónde huyes/ no sabes a dónde voy] (Baudelaire). La única posibilidad de amar y ser amado que experimenta el protagonista se desvanece así en un instante, actuando como recordatorio y advertencia de la futilidad de toda aspiración a ser feliz: “Ô toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais!” [¡Oh tú, a quien hubiera amado, o tú que lo sabías!] (Baudelaire). El destierro determina así la condición existencial del señor Salama en relación a un tiempo y a un espacio a los que nunca acaba de pertenecer y en relación también con-el-otro, condenándolo a vivir, al igual que su padre, en el recuerdo obsesivo de los muertos. Por este motivo, y como si de una oración fúnebre se tratase, cuando rememora este encuentro desde Tánger, el señor Salama recita el poema de Baudelaire con “la misma grave pesadumbre con que habría dicho los versículos del kaddish en memoria de su padre, mientras llegaba por la ventana abierta el sonido de la sirena de un barco y la salmodia de un muecín, oh tú que lo sabías” (354).17 El protagonista equipara así la evanescencia de esta oportunidad de ser feliz con otras aspiraciones truncadas y que, como la pérdida de la seguridad doméstica en Budapest o su huida frustrada al mundo universitario de Madrid, le impiden integrarse en la normalidad que lo rodea.

Como conclusión, en “Oh tú que lo sabías”, Muñoz Molina recupera la experiencia y la memoria sefardí del Holocausto y el exilio del señor Salama y de su padre, quienes encuentran refugio en Tánger, es decir, en un espacio marcado por su excepcionalidad como territorio ocupado y que ellos identifican inicialmente con el mítico Sefarad. Su supervivencia en este espacio no implica la integración de estos individuos en una cultura que, una vez más, y siguiendo los dictados de la modernidad, los condena al destierro. Tanto las experiencias como las memorias de los personajes quedan desplazadas a los márgenes de un discurso político y cultural que relega la historia y la memoria sefardí a la condición de elementos foráneos a la identidad, a la historia y a la cultura españolas. Más aún, y a pesar del orgullo inicial que sienten al volver a Sefarad con un pasaporte español, el señor Salama y su padre solo logran alcanzar la periferia -real y metafórica- de lo que ellos consideran su patria. La ilusión de los personajes al regresar a esta tierra prometida se desvanece también ante la implacable lógica de un destierro cultural, físico y existencial que acaba por convertirse, paradójicamente, en el único elemento estable de la historia, es decir, en el único hogar al que pueden aspirar. De forma similar, su memoria del Holocausto queda desplazada a los márgenes del discurso cultural y de la memoria colectiva como tragedia que, lejos de suponer una excepción, reafirma la exclusión e incluso la aniquilación física de los condenados de la historia y de la modernidad. Como consecuencia, el supuesto regreso a Sefarad del señor Salama y de su padre se plantea como un nuevo destierro que se suma al que sufren sus ancestros en 1492 y que, cinco siglos después, continúa condicionando su identidad como sefardíes, sus experiencias e incluso su lugar en la historia. Se trata, en definitiva, de una historia que, lejos de progresar, acumula nuevas ruinas a los pies de la modernidad, subrayando, como indica Benjamin en su octava tesis sobre la filosofía de la historia, que el estado de emergencia continuo en el que habitan los personajes “es sin duda la regla” (309).

Obras citadas

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Notas al pie:
1

Como indica el narrador primario de Sefarad, “En los viajes se cuentan y se escuchan historias de viajes. Doquiera que el hombre va lleva consigo su novela, dice Galdós en Fortunata y Jacinta” (242).

2

Según Jane Gerber, “the number of stateless Jews allowed refuge at any given moment in Spain never exceeded 2,000. The nation actually protected only its nationals, and even them, with some hesitations and delays […] Scholars have estimated that the number of Jews saved through Spanish diplomatic intercession in Bulgaria, Greece, Hungary, and Romania was 3,235 out of a total Jewish population of almost two million in that region (including 160,000 Sephardim)” (264).

3

Como personaje histórico, Sanz Briz es hoy recordado en el discurso cultural como El ángel de Budapest y reconocido por la memoria israelí como Justo entre las Naciones por la labor que lleva a cabo como cónsul español en Hungría. Valiéndose de esta posición diplomática, Sanz Briz ofrece refugio, salvoconductos e incluso pasaportes a un amplio número de judíos que sufren la persecución nazi en este país.

4

El propio proceso de escritura de Sefarad se desvincula de un modelo teleológico pues, como indica Pablo Valdivia, esta novela “responde a un conjunto de claves que se apartan de un modelo cerrado articulado mediante un plan previo y una escritura sujeta a un principio, desarrollo y final preconcebido” (74).

5

Como indica Valdivia, la expulsión de los judíos ordenada por los Reyes Católicos en 1492 fue acogida “en el resto de Europa como un signo de modernidad e incluso se conserva una felicitación de la Universidad de la Sorbona” (692).

6

En menor medida que Faulkner y Proust, Valdivia destaca también la influencia de La montaña mágica (1924), de Thomas Mann, en la narración y construcción de la temporalidad en Sefarad. Este crítico afirma que “Lo que manifiesta Mann sobre cómo un tema musical sujeto a diversas variaciones y constantes temporales, puede ser percibido y reconocido por nosotros es lo mismo que ocurre con las historias de Sefarad, ya que es el fenómeno que posibilita que todas las narraciones de la novela, a pesar de sus diferencias, orbiten en torno a un conjunto de ideas centrales” (77).

7

Siguiendo a Kaja Silverman, LaCapra define el concepto de identificación heteropática como “a form of virtual, not vicarious, experience […] in which emotional response comes with respect for the other and the realization that the experience of the other is not one’s own” (LaCapra 40).

8

Según LaCapra, “The role of empathy and empathic unsettlement in the attentive secondary witness […] involves a kind of virtual experience through which one puts oneself in the other’s position while recognizing the different of that position and hence not taking the other’s place” (78).

9

De Wandel define la anisocronía como el desajuste entre la duración de los hechos narrados y la de los hechos reales, como ocurre, por ejemplo, en el caso del sumario, de la elipsis y de la pausa descriptiva o digresiva (21).

10

Semprún construye su memoria testimonial en las novelas El largo viaje (1963), El desvanecimiento (1967), Aquel domingo (1980), y La escritura o la vida (1994), Viviré con su nombre y morirá con el mío (2001).

11

Las leyes de Núremberg de 1935 dan cobertura legal a la persecución del pueblo judío en Alemania. Entre otras disposiciones, estas leyes impiden los matrimonios entre la comunidad judía y aria. Asimismo, se priva a todo individuo judío de la ciudadanía alemana, pasando a ser considerados como enemigos del pueblo.

12

Según la novena tesis sobre la filosofía de la historia de Benjamin, “Hay un cuadro de Paul Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, tiene la boca abierta y además las alas desplegadas. Pues este aspecto deberá tener el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero soplando desde el Paraíso, una tempestad se enreda en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad” (310, cursivas en el original).

13

El Kaddish es un himno de alabanza a Dios que se recita durante los rituales de duelo y que en el caso de la muerte de un progenitor se extiende durante once meses judíos.

14

O’Donoughue y Omlor han estudiado la existencia de correspondencias significativas entre Sefarad y la narrativa de Semprún. El primero, por ejemplo, explora el viaje en tren en estas narrativas como metáfora del proceso terapeútico de narrar experiencias traumáticas ( Negotiating 60). Omlor, por su lado, analiza cómo el viaje en tren conecta en ambos autores el deseo y la muerte, como refleja la escena final de “Oh tú que lo sabías”. En el mismo artículo, Omlor analiza cómo Semprún y Muñoz Molina conectan con un marco europeo de memoria cultural y literaria del Holocausto a través de la ficcionalización de Kafka y de Milena Jesenska, lo que les permite insertar en sus textos las marcas de una pérdida traumática (388).

15

Herzberger identifica dos actos de terror que frecuentemente corren parejos en los relatos de Sefarad: “primero, el acto de alienación forzada, con una multitud de consecuencias que llevan al sufrimiento, al exilio, y a la muerte; segundo, el acto de imponer la identidad en los que no la desean, lo cual anula el derecho del individuo de elegir cómo y si desea afiliarse con su comunidad” ( Disciplina 53).

16

En el capítulo “Sefarad”, Jean Améry incide también sobre el judaísmo como una identidad impuesta por el antisemitismo y que transforma socialmente a los personajes más allá de sus prácticas religiosas y culturales: “Yo no soy judío por la fe de mis antepasados que mis padres nunca practicaron […] A mí me hizo judío el antisemitismo” (700).

17

Omlor discute con detalle la relación entre el deseo y la muerte en esta parte final del relato en “Death and Desire: Memories of Milena Jesenská in Jorge Semprún y Antonio Muñoz Molina”.

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  • » Recibido: 12/04/2022
  • » Aceptado: 09/08/2022
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