Textos originales

  

 

Consideraciones para pensar las diferencias entre las escritoras mexicanas y chicanas contemporánea*


 

 

Lo que voy a plantear lo fundamento en mi especialización en la narrativa mexicana contemporánea en general; y, en lo particular, en la que escriben las mujeres. Asimismo, en la oportunidad que tuve durante algunos años de vivir y dar clases en la Universidad de California, en San Diego; y en la experiencia de organizar y de participar en tres coloquios llamados Mujer y literatura mexicana y chicana: Culturas en contacto, que se llevaron a cabo como iniciativa del Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer (PIEM) de El Colegio de México en colaboración con El Colegio de la Frontera Norte, en Tijuana, durante los años 1987, 1988 y 1989. De acuerdo con los temas marcados en la presente reunión, asumo el de “Encuentros y desencuentros literarios: legado, fronteras y puenteos”, y parto de lo declarado en varias ocasiones por la escritora chicana Ana Castillo, en cuanto a que “la diferencia no reside en lo que se cuenta, sino en quién lo cuenta”; sólo que agrego que también reside en quién o quiénes lo leen, decodifican e interpretan, considerando tanto los receptores comunes como los críticos. Otro de mis puntos de partida es que tengo la convicción de que no hay literatura con mayúscula, sino literaturas, puesto que considero al fenómeno literario como hecho y práctica social en el contexto histórico. Por lo mismo, su realización depende de proyectos estético-literarios diversos según la composición de fuerzas sociales e históricas que se ubican en un espacio nacional determinado, en el cual deben considerarse también las relaciones continentales e internacionales en un momento dado de la producción literaria. Lo que quiere decir que es necesario tomar en cuenta en el estudio de una forma de literatura, las tensiones históricas que la cruzan y la manera en que se articulan y transforman de acuerdo con los proyectos estético-literarios que la constituyen en un periodo específico. Visto así, pensar en la literatura como fenómeno homogéneo sería un absurdo. Y lo mismo ocurre con respecto a la que escriben las mujeres, aun en el caso de asumir como categoría de análisis social y literario el género sexual. Esto es porque, incluso suponiendo que la conciencia de género como determinante diferencial de la realización literaria se encuentre establecida claramente en el conjunto de las narradoras para manejarla expresamente en su producción, lo cual no es tan frecuente en la mayoría de las escritoras mexicanas, de cualquier manera esa conciencia genérica estaría atravesada por múltiples variantes ideológicas según las experiencias personales, los orígenes de clase social, las procedencias culturales, las edades, etcétera. Por lo tanto, si resulta difícil homologar a las narradoras mexicanas de un mismo periodo literario, más resultaría hacerlo entre las narradoras de culturas diferentes como éstas y las narradoras chicanas. Sin embargo, nada impide que entendiendo el género sexual como una “posición” común, aunque “relativa”, en las sociedades organizadas patriarcalmente, intentemos describir y explicar el “escribir mujer” con sus variables culturales en el caso de las escritoras mexicanas y chicanas. Es decir, relativizando las semejanzas genéricas de quién escribe como sujeto con género, pero no ignorándolas, tratemos de poner el énfasis en las diferencias para comprenderlas, porque de lo contrario no es posible hablar de las semejanzas. Planteado de otro modo, lo que me parece más relevante en el estudio de la narrativa escrita por mujeres desde la perspectiva crítica feminista, en el caso concreto de las mexicanas y chicanas de un mismo periodo literario, es observar cómo éstas abordan, en cuanto mujeres, las tensiones históricas provenientes de sus contextos nacionales; y, en cuanto escritoras propiamente, cómo se articulan a la tradición literaria que las precede y cómo enfrentan las tensiones culturales de la institución literaria nacional, continental e internacional. Por ello, me intereso en precisar primero las distintas problemáticas históricas y literarias, considerando también la referencia política y cultural del desarrollo de los movimientos feministas donde surgen las manifestaciones literarias ya mencionadas. Las dificultades para precisar lo anterior, en el caso de México por lo menos, consisten especialmente en que no poseemos una historia actualizada ni tampoco interpretativa de la literatura mexicana. Tampoco poseemos la necesitada referencia de una teoría literaria latinoamericana que dé cuenta de nuestras diferencias intercontinentales, y de las mismas con respecto a los sistemas literarios europeos y estadounidenses, aun aceptando sus evidentes influencias. Esto quiere decir que no poseemos ni conceptos descriptivos que nos permitan pensar nuestras diferencias en lo general, ni modelos de interpretación pertinentes para establecer las peculiaridades de los diversos sistemas o tendencias literarias dentro de lo nacional, así como sus pugnas de acuerdo con las situaciones históricas y la composición social. Por eso, puesto que sólo contamos con estudios fragmentarios, poco podemos precisar todavía si la narrativa mexicana escrita por mujeres constituye un sistema literario diferencial o sólo se comporta como un subsistema o subsistemas con respecto a las tendencias androcéntricas dominantes. Creo, como lo dice Ana Castillo, que la diferencia consiste en quién cuenta; pero ese quién -en nuestra reflexión el sujeto con género femenino- no se da en el vacío, sino que está determinado por una herencia cultural aunada a una situación concreta en la sociedad y en el campo intelectual donde se inserta y produce. Por eso, según mi criterio, si no se determina lo anterior, carecemos de referencias sólidas para comprender adecuadamente las semejanzas y las diferencias, los encuentros y desencuentros, entre la producción narrativa contemporánea escrita por mujeres mexicanas y chicanas. Sólo determinándolas estaríamos en posibilidad real de pensar teórica y metodológicamente, con distancia crítica suficiente, en dos formas de literatura cuyo conocimiento objetivo requiere de un trabajo de investigación riguroso y contextualizado. Creo, además, que por tratarse precisamente de mujeres, resulta imprescindible que dicha investigación se realice con la perspectiva crítica que ha desarrollado la teoría literaria feminista -aún en evolución como cualquier otra teoría, y con diversas tendencias. Porque tal como lo dice Audre Lorde: “las herramientas del amo nunca desarmarán la casa del amo”, ya que las visiones críticas androcéntricas nunca permitirán dar cuenta de las especificidades genéricas femeninas; y, también, como lo dice esta misma estudiosa, las diversas tendencias en la teoría feminista no suponen realmente un problema para la obtención del conocimiento en los estudios literarios, ya que “dentro de la interdependencia de diferencias mutuas no dominantes se encuentra la seguridad que nos permite descender al caos del conocimiento y regresar con visiones verdaderas...” (91). De acuerdo con lo señalado hasta aquí, esbozaré históricamente las diferentes tradiciones literarias y, por ende, las diferentes condiciones de producción en las que se han manifestado y se manifiestan las narradoras mexicanas y chicanas.

1.

La literatura mexicana como tal posee una tradición de casi doscientos años a partir de los primeros esfuerzos y la consolidación de la independencia política de España. No cuento, por eso, los tres siglos de la cultura novohispana. El gran periodo de madurez de la narrativa mexicana como expresión de la modernidad se produce a partir de 1950; y en esto coincide con la Edad de Oro de la Literatura Latinoamericana en general que se conoció como el boom. El florecimiento de la narrativa mexicana moderna se origina como consecuencia de un sistema estético-literario que se desentiende del nacionalismo oficial, el mismo que propició y seguía propiciando la ideología de la unidad nacional como forma de enfrentar los retos internacionales y las tensiones internas, esgrimiendo la necesidad de un Estado fuerte a costa de la debilidad de la sociedad civil y, a pesar del no cumplimiento, en muchos sentidos, de los postulados revolucionarios que fundamentaron el surgimiento de dicho Estado. En esas circunstancias se produjeron las obras de José Revueltas o Juan Rulfo, que rompieron con el anterior sistema literario de la novela de la Revolución Mexicana, aunque asimilando sus aportaciones técnicas. Es decir, estos escritores, lo mismo que Agustín Yáñez (aunque éste con otra visión ideológica), desecharon los remanentes decimonónicos de la novela de la Revolución. Revueltas y Rulfo, además, reinterpretaron el nacionalismo revolucionario ya, para ese entonces, de corte institucional. El Estado burgués de origen revolucionario estaba completamente consolidado, así como la nueva clase media y la nueva élite emanada de las transformaciones revolucionarias. Las urbes modernas se desarrollaban y también un pujante campo cultural e intelectual en la capital del país.

En 1953 se concede el voto a las mujeres y también éstas se empiezan a integrar considerablemente a la producción social, aunque se sigue manteniendo para ellas una moral conservadora en lo familiar, y en la vida pública persiste un evidente sexismo sociocultural. En esta década surge una novela río con ambiciones de expresar un fenómeno en marcha: el de la ciudad de México y su desarrollo moderno junto con las nuevas mentalidades que caracterizaban a la sociedad global. En ella se apreciaba también una nueva mirada para juzgar la historia nacional y el presente, lo cual implicaba el surgimiento de otra forma de conciencia histórica. Esa novela fue La región más transparente (1958) de Carlos Fuentes, novela y autor de quien el crítico Christopher Domínguez ha dicho que “fundaba la profesión de la novela y México tenía a su novelista”. Sin duda así fue con respecto a la nueva visión urbana del país, pero con respecto al nuevo sistema literario que se caracterizaba por su autonomía con referencia a la política cultural estatal y a la asimilación y decantación de la estética vanguardista, ya otros autores lo habían inaugurado proyectando un nacionalismo crítico que, con excepción de Agustín Yáñez, ahondaba en la diversidad de la realidad mexicana más que en la pretendida versión oficial de la unidad nacional sostenida, fundamentalmente, por la tendencia antidemocrática del autoritarismo de Estado.

Entre esos autores fundadores de la nueva narrativa mexicana, destacan Revueltas y Rulfo, pero también destacan un grupo de mujeres que son igualmente, junto con Fuentes, los y las novelistas de México. En la década de los cincuenta Rosario Castellanos publica, como Fuentes, su primera novela: Balún-Canán (1957), y en 1962 la importantísima obra Oficio de tinieblas de evidente actualidad en cuanto a la realidad nacional no homogénea en su carácter urbano. Josefina Vicens publica El libro vacío (1958), de ambiente urbano, y que inaugura lo que veinte años después sería la corriente de la autoconciencia escritural. A principios de los sesenta Luisa Josefina Hernández publica El lugar donde crece la hierba (1962), introspección de carácter existencial y psicoanalítico; y Elena Garro Los recuerdos del porvenir (1963). Todas ellas primeras novelas. Asimismo, y anterior a las ya mencionadas, Elena Poniatowska hace su aparición en la narrativa de ficción con Lilus Kikus (1954), obra que en ese momento pasó casi inadvertida, pero que hoy resulta muy significativa para caracterizar tanto la narrativa de los cincuenta como en lo particular la emergencia de una nueva subjetividad femenina en dicho periodo. Estas escritoras y estas novelas son las fundadoras en cuanto a la actual narrativa femenina mexicana y coinciden cronológicamente con la producción de los escritores fundadores de la nueva narrativa mexicana en general. Todas ellas, también, surgen como expresión de lo que he denominado al principio el nuevo sistema literario con respecto a la novela de la Revolución y a las anteriores prácticas vanguardistas. Por otra parte, la originalidad de estas escritoras en ese momento, así como la riqueza de sus aportaciones literarias, hoy ya no están en discusión; entre otras razones porque ellas son ese nuevo “quién” -sujeto con género femenino -que irrumpe profesionalmente en la producción narrativa mexicana como fenómeno inédito hasta entonces. Sin embargo, lo que sí merece discusión en términos de rigurosa investigación, es la forma en que la marca de la subjetividad femenina supone, o no, una desviación con respecto al sistema literario dominante. Es decir, en qué medida es parte de ese mismo sistema o constituye una contradiscursividad, una ruptura, una opción alternativa o autónoma.

La pregunta por la escritura femenina dentro de la configuración apuntada reclama la pregunta por el carácter y los límites de su diferenciación dentro del contexto de la narrativa nacional y sus tendencias dominantes. Así como con respecto a la cultura y las corrientes ideológicas en general. Para ello, desde luego, es imprescindible la utilización de la crítica literaria con perspectiva feminista porque es la única que da cuenta del género como categoría de análisis y, por lo mismo, tiene herramientas teóricas y metodológicas para detectar peculiaridades diferenciales en ese sentido. En el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer (PIEM) de El Colegio de México, se ha hecho un gran esfuerzo de investigación y próximamente se publicarán los resultados. Pero es un trabajo todavía pionero y falta mucho por hacer. Además, la perspectiva crítica feminista aún se enfrenta a muchas resistencias ideológicas en los diversos ámbitos culturales.

Con respecto a estas resistencias, creo que es importante comentar que tienen mucho que ver con la larga tradición autoritaria de las instituciones que organizan la sociedad en su conjunto. Por lo mismo, hay poca tolerancia para las diferencias innovadoras o para el disentimiento con la norma establecida como la más legítima. Diferenciarse o intentar hacerlo supone, muchas veces, una audacia peligrosa en la medida en que se interpreta como amenaza al equilibrio jerárquico y al valor ideal de la unidad, aun en contra de la diversidad real y concreta. “Romper la unidad” real o fantaseada, concreta o abstracta, es, pues, una seria transgresión ética que opera en lo general como una represión moral independientemente de otro tipo de represiones-y una autocensura a nivel subjetivo. Esto favorece, en lo habitual, que las escritoras mexicanas rechacen en sus declaraciones públicas la realización de un quehacer estético diferenciado sexualmente; no obstante que, a mi juicio y el de algunas otras colegas, sí lo realizan.

2.

En contraste con la narrativa mexicana y su contexto social y cultural, la literatura chicana es mucho más joven y surge con un aliento diferenciador en los sesenta, aunque tiene ya sus antecedentes a fines del siglo XIX. Surge, además, en Estados Unidos: país que, por lo menos a nivel discursivo oficial e institucional, tolera y legitima las diferencias y se declara culturalmente heterogéneo como guardián de los derechos individuales y particularidades étnicas y grupales. En este contexto, la cultura chicana reclama el cumplimiento de estos derechos contra sus deformaciones en la práctica social concreta. Su proyecto estético-literario nace directamente en función de un reconocerse diferente para ser en cuanto colectividad, y con el propósito de defender su integridad dentro de un espacio nacional que, no obstante el apoyo a las minorías, resulta crecientemente homogeneizador y competitivo.

Asimismo, cuando la cultura chicana busca su definición y su derecho de ser, afirma también sus raíces mexicanas diferenciales, pero desde una visión multicultural, internacional y bilingüe, lo cual implica otras formas de interpretación. De cualquier manera, la necesidad de diferenciarse tanto de la cultura mexicana tradicional como de la cultura estadounidense, resulta en su desarrollo una cuestión de sobrevivencia.

Por otra parte, en cuanto a las mujeres como particularidad genérica en la cultura chicana y, en contraste con la mexicana, la escritura femenina posee ya una firme referencia en el movimiento y en los debates feministas, de larga tradición y evolución en Estados Unidos. Prueba de esto es la tendencia diferencial dentro de los mismos debates feministas estadounidenses que se inaugura, al mismo tiempo que se consolida, con el libro colectivo Esta puente mi espalda (1988), editado por las escritoras chicanas Cherrie Moraga y Ana Castillo, y traducido al español por esta última y Norma Alarcón, distinguida teórica y crítica literaria feminista dentro del ámbito académico chicano. En cambio, el feminismo en México es de adquisición reciente y lo mismo en la academia. Su antecedente más destacado académicamente es el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer, en El Colegio de México, coordinado por Elena Urrutia desde su fundación en 1983. Hoy en día, afortunadamente, ya existen otros espacios importantes en diversas universidades mexicanas. Por eso, las diferentes posiciones teóricas feministas no alcanzan todavía un carácter visible en términos de debates críticos, ni ocupan un papel relevante en lo argumental e interpretativo en la escena académica y pública en general.

El proyecto estético-cultural de las narradoras chicanas, aun considerando la singularidad de las individualidades que lo conforman, posee la referencia feminista estadounidense y la referencia política y social del movimiento chicano que le da su sustento diferencial dentro de la sociedad global. Así, nace informado por la voluntad de particularización y de reconocimiento en torno a la historia y la identidad de una cultura subalterna en el contexto nacional donde realiza su acción afirmativa. Diría, quizás, que este proyecto es tético-literario está comprometido con la revelación de verdades comunitarias como propósito que no se contradice con el quehacer artístico. Es decir, que no se desentiende de la función social, política y comunicativa de la literatura en aras de un esteticismo abstracto. Por lo mismo, exhibe abiertamente sus particularidades y, entre ellas, las determinantes genéricas. Me parece bastante claro que en la narrativa de las mujeres chicanas predomina una posición discursiva crítica y testimonial por sobre la que insiste en la transfiguración de la realidad. Dicho de otro modo, el proyecto artístico incorpora conscientemente una función instrumental dentro de la perspectiva estética.

En cuanto al peso de una tradición literaria institucionalizada, me parece muy atendible la reflexión que hace Tita Valencia, escritora mexicana conocedora de la cultura chicana, con respecto a su manifestación literaria: “No la grava ni para bien ni para mal la herencia ancestral de la literatura iberoamericana. Tampoco la anglosajona [...] No hablemos ya de otros mainstreams milenarios. [...] No que no las conozcan: simplemente las adquieren simultáneamente a su propia novedad”(314).

Por otro lado, no me parece menos importante considerar que las escritoras chicanas, en su condición de mujeres, a pesar de sus orígenes tercermundistas en conflicto, en muchos sentidos, con la cultura estadounidense, se han desarrollado en su mayoría dentro de presupuestos de carácter primermundista que constituyen sus subjetividades, aún problematizadas, pero que favorecen también la adquisición de una conciencia crítica a partir de fuertes contradicciones para resolver, en el terreno de las relaciones sociales, las aspiraciones de autonomía tanto al interior de la familia y la cultura chicanas como en el contexto global de la estadounidense. Lo que quiero decir es que, en términos generales, las exigencias vitales y psíquicas de definición en cuanto a una identidad diferenciada en lo personal y en lo social, resultan más urgentes para las mujeres chicanas que para las mexicanas, en las circunstancias de tener que enfrentar y resolver un conflicto cultural claramente manifiesto, lo que supone también una nueva concepción del ser genérico femenino dentro de las diferencias de dos culturas y de sus estructuras sexistas. En cambio, las mujeres mexicanas conforman su subjetividad dentro de las pautas de un ser social-por lo menos en un registro superficial-menos antagónico, lo que demanda una posición menos crítica frente a las diferencias, incluyendo las genéricas, ya que en muchos sentidos el consenso social las encubre y racionaliza ideológicamente en términos de los valores y convenciones dominantes fuertemente arraigados y todavía vigentes. Estas circunstancias suponen también representaciones subjetivas diferentes, las cuales determinan distintas proyecciones y prácticas literarias-en el caso de las escritoras, según sus filiaciones culturales y contextos sociohistóricos.

Por último, quiero insistir en la importancia de la incorporación individual y social de las acciones y del discurso feminista en la sociedad estadounidense, así como de su mayor asimilación en los espacios académicos, en la realización artística y en la crítica literaria, en particular a partir de la publicación en 1969 del libro Sexual Politics (Política sexual), de Kate Millet. Esto apoya en las escritoras chicanas las posiciones y propuestas alternativas en un ejercicio literario que se propone autónomo y diferente. Como parte de esas propuestas, las mujeres ejercen el derecho a literaturizar una perspectiva y una sensibilidad específicas mediante mayor libertad de expresión y de experimentación. Así, el arte y la literatura de las chicanas, joven y vital, asume la experiencia estética más en términos de choque que de armonía contra la opresión concreta e inmediata de la sociedad global; y contra la tradición cultural mexicana de origen, excéntrica y no funcional en dicha sociedad, aunque apropiándosela y resignificándola a los efectos de la organización y reconocimiento de una identidad diferencial con respecto tanto al racismo y al sexismo de la propia sociedad estadounidense como al nacionalismo cerrado y al machismo de la referencia cultural originaria de la sociedad mexicana. Así lo dice, sintéticamente, Norma Alarcón: “Las escritoras chicanas no son personajes en busca de autor, sino mujeres que tratan de deshacerse de sus autores”2.

Hasta aquí esta breve e informal caracterización de las distintas circunstancias históricas, sociales y culturales que determinan la práctica literaria de las mujeres mexicanas y chicanas contemporáneas. Las cuales, a mi juicio, determinan también distintas concepciones en cuanto a la noción de diferencia, de las convenciones genéricas y, en particular, la de la feminidad, así como de las relaciones sociales e institucionales en general, en especial las relaciones con la institución literaria.

Para concluir, destaquemos ahora coincidencias y diferencias -cuyas valoraciones están por desarrollarse, porque sin duda tienen significaciones diferentes- entre ambas manifestaciones narrativas y, en particular, entre las mujeres narradoras:

  1. En ambas culturas surgen casi al mismo tiempo un grupo importante de mujeres que escriben al parejo con los hombres.

  2. Ciñéndonos al género narrativo, en el caso de México se trata de un momento de cambio del sistema estético-literario, de una consolidación y florecimiento en el seno de una evolución de doscientos años de la literatura nacional, en el caso chicano, se trata más bien del empuje inicial-no todavía de una maduración-de un movimiento narrativo original y significativo.

  3. Ambas manifestaciones narrativas, aunque en distintos momentos de su desarrollo, recuperan la mitología cultural mexicana de ascendencia prehispánica. Revueltas, Fuentes, Rosario Castellanos, así lo hicieron en México. Los narradores-hombres y mujeres-chicanos también lo hacen, aunque se enfocan en distintos periodos del México antiguo; en especial recuperan los momentos de fundación de su historia, como los orígenes legendarios de Aztlán. Las narradoras chicanas reivindican a la Malinche como madre histórica y simbólica del mestizaje mexicano, y a la Virgen de Guadalupe como madre espiritual del mismo. Las narradoras mexicanas no enfatizan estos símbolos femeninos. En general, el sustrato mitológico del México antiguo es recuperado por la narrativa chicana dentro de un horizonte idealizado y, en la narrativa mexicana, dentro de un horizonte histórico y simbólico altamente problematizado y ambivalente.

  4. La narrativa chicana nace “moderna” y colaboran en ella, desde el inicio, hombres y mujeres. Nace con un claro propósito diferencial entre dos horizontes culturales y lingüísticos: el estadounidense y el mexicano. Su impulso básico supone la afirmación de nuevas formas de expresión y la búsqueda de independencia creadora con base en el reconocimiento de una visión transculturada que explora su propia definición, asumiendo de entrada la posición de cultura subalterna y luchando contra ella. En cambio, la narrativa mexicana a partir de los sesenta ya se reconoce en una tradición propia y es una consecuencia, relativamente orgánica, de un proceso histórico y cultural de carácter independiente.

  5. En cuanto a las narradoras chicanas, el feminismo como horizonte epistemológico, ético y estético, es ya una tradición de la cultura occidental-casi 200 años-a usufructuar. En cambio, para las mexicanas, es un patrimonio femenino que está todavía por descubrirse.

  6. El trabajo comparativo desde la perspectiva de la teoría y la crítica literaria feminista entre las narradoras mexicanas y chicanas contemporáneas crearía el espacio reflexivo adecuado para comprender las diferencias y semejanzas entre la construcción de las subjetividades femeninas de ambas culturas y entre sus producciones literarias; pues estas últimas están determinadas por tensiones históricas y sistemas estético-literarios distintos.

A manera de comentario final, yo no buscaría por el momento las semejanzas, sino las diferencias, con el fin de precisar las matrices generadoras de proyectos estético-literarios específicos. Me intereso por comprender, asumiendo el género sexual como categoría social de análisis, la práctica literaria desde una perspectiva interdisciplinaria y dialéctica históricamente. Y creo que esa herramienta que no es del amo, es la teoría feminista y la crítica literaria a la que ha dado lugar. Es en este sentido que rescato el “quién” de la producción y de la recepción crítica.

Por lo tanto, no se trata de eludir las discrepancias teóricas ni las de la experiencia literaria, sino de crear conceptos descriptivos y modelos de interpretación más amplios con el fin de lograr esa forma de “interdependencias de diferencias mutuas no dominantes [...] para descender al caos del conocimiento...” (91), como lo pide Lorde. Porque en otro orden de cosas, tanto para las mexicanas como para las chicanas, concuerdo con Cherrie Moraga cuando advierte: "Es esencial que las feministas confrontemos nuestro miedo y la resistencia de una hacia la otra, porque sin esto, no habrá pan en la mesa. Simplemente, nosotras no sobreviviremos” (27).

 

Obras Citadas

Campbell, Federico. “Las sisters.” Mujer y literatura mexicana y chicana: Culturas en contacto, coordinado por Aralia López, Amelia Malagamba y Elena Urrutia, vol. 2, El Colegio de México / PIEM / El Colegio de la Frontera Norte, 1990, pp. 213-218.

Domínguez, Christopher. “Introducción.” Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, tomo II, Fondo de Cultura Económica, 1991.

Lorde, Audre. “Las herramientas del amo nunca desarmarán la casa del amo.” Esta puente, mi espalda. Voces de Mujeres tercermundistas en los Estados Unidos, editado por Cherrie Moraga y Ana Castillo, Ism Press, 1988, pp. 89-93.

Millet, Kate. Sexual Politics, Doubleday, 1969.

Moraga, Cherrie. “La güera.” Esta puente, mi espalda. Voces de mujeres tercermundistas en los Estados Unidos, editado por Cherrie Moraga y Ana Castillo, Ism Press, 1988, pp. 19-30.

Valencia, Tita. “Al margen del mainstream.” Mujer y literatura mexicana y chicana: Culturas en contacto, editado por Aralia López, Amelia Malagamba y Elena Urrutia, vol. 2, El Colegio de México / PIEM / El Colegio de la Frontera Norte, 1990, pp. 311-315.

 

NOTAS

[*]

Este trabajo se publicó originalmente como capítulo de libro, con el mismo título, en Joysmith, Claire, ed. Las formas de nuestras voces: Chicana and mexicana writers in Mexico., UNAM, Centro de Investigaciones sobre América del Norte, 1995, pp. 51-64. Agradecemos la gentileza de la editora y del Centro permitirnos reproducirlo aquí.

[2]

Cita de Norma Alarcón, utilizada como epígrafe en el artículo de Federico Campbell, “Las sisters” (213).

 

 

 

 

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